Es cierto que la moderna ciencia de la conducta indica que mientras más nos permitamos sanar las heridas en vez de cerrarlas, mucho mejor. Sin embargo, olvidar y descartar hechos del pasado sin mayor tratamiento puede ser legítimo y respetable. Siempre que se trate de un asunto de interés privado. Cuando la iniciativa proviene de actores públicos respecto a hechos históricos de trascendencia, el llamado a dejar el "pasado" atrás tiene, generalmente, serias implicaciones.
En su visita a Chile, al ser inquirido sobre el papel del gobierno de su país en el golpe de Estado contra Salvador Allende, el Presidente de Estados Unidos Barack Obama ha señalado que "Es importante que aprendamos de la historia, pero que no nos quedemos atrapados en ella". Por su parte, el Presidente chileno afirmó que "El tema de la democracia y el de los Derechos humanos no acepta fronteras, no reconoce fronteras, y eso es un progreso de la civilización de este siglo XXI". ¿Es posible que coexistan en armonía ambas agendas, la de no quedarse "atrapados en la historia" y defender sin fronteras la democracia y los derechos humanos"?
El pasado de relaciones entre Estados Unidos y Chile es tenso y gris. El período más cruento de la vida republicana del sureño país inició un 11 de septiembre de 1973 y terminó el 11 de marzo de 1990, bajo la mano implacable del dictador Augusto Pinochet. Aquella dictadura desconoció la Constitución y las leyes, clausuró las instituciones democráticas, violó sistemáticamente los derechos humanos, extendió el empobrecimiento en las masas trabajadoras, y con demostrado dolo cometió desmanes contra el erario nacional. Ha quedado evidenciado, mediante la investigación histórica, el financiamiento del gobierno de Richard Nixon a la desestabilización política en aquel país, el patrocinio de campañas mediáticas, el apoyo a los planes golpistas a partir del cabildeo de las grandes empresas estadounidenses radicadas en Chile, y la estrecha colaboración estatal, académica y empresarial con los planes de la tiranía. "No podemos quedarnos tranquilos viendo como un país se hace comunista por la irresponsabilidad de su pueblo" reconoció Henry Kissinger, asesor presidencial. Años más tarde, se sabría cómo Pinochet había encontrado refugio en bancos de Estados Unidos para sus espectaculares fortunas obtenidas en base al desfalco.
Frente a todo este panorama, la propuesta de Obama a la sociedad chilena justifica inquietudes.
Su declaración plantea que allí donde la acción gubernamental está implicada en la violación de valores esenciales al sistema democrático y el orden internacional, en vez de la transparencia y rendición de cuentas, debería primar un gesto de desprendimiento que sólo puede ser fruto de la justicia y el perdón, es decir del sano y normal funcionamiento de las instituciones. Al respecto, Obama, como todo jefe de Estado, debe saber que, no importan cuántos años pasen, si bien sobre él y sus colaboradores puede no recaer responsabilidad penal, sí recae la responsabilidad política por todo aquello que sea imputable al Estado que dirige.
Por otro lado, ninguna sociedad, ningún sistema legal ni código moral puede creerse sostenible en el tiempo si el mensaje que queda emitido es el de la impunidad frente a sus transgresores. La confianza natural en un sistema que somete el poder a los límites de las leyes, requiere de una solidaridad con todos aquellos que han sido víctimas del atropello. Para Hobbes, quien comete un crimen desde el poder del Estado es doblemente culpable, pues la presunción de querer quedar impune le convierte en enemigo público. La sanción moral debe ser clara desde quienes tienen la máxima responsabilidad pública, tal como hizo el Papa Juan Pablo II cuando pidió perdón y reconoció las culpas de la Iglesia en las masacres de las Cruzadas y la Inquisión, en los cuales evidentemente no participó.
Finalmente, es fundamental tener presente que la democracia descansa sobre un determinado tipo de cultura una forma particular de subjetividad, opuesta radicalmente a la ética y los esquemas mentales de las tiranías. Mientras en estas últimas se requiere fomentar el miedo, la indolencia, la indiferencia y la apatía frente a la realidad, la democracia requiere de sujetos concientes, informados y pendientes de cuanto sucede a su alrededor, capaces de ejercer el juicio crítico y modelar con él su conducta. La democracia requiere, en definitiva, del fomento de una tradición cívica, en la cual los líderes y las instituciones tienen una obligación pedagógica, transversal a todas sus actuaciones.
Definitivamente, darle a la Historia su justa dimensión permitiendo el funcionamiento transparente y efectivo de las instituciones; la reparación de heridas por medio del reconocimiento social y el mensaje claro sobre lo que es moralmente aceptable o no en una democracia; y promoviendo con decisión una tradición cívica de sujetos responsables y respetuosos del derecho, es una tarea mucho, muchísimo más ardua que meramente "aprender"; y para nada algo de lo cual sea recomendable "des-atraparse".