Los atentados del 11 de septiembre de 2011 marcaron el inicio de un nuevo orden mundial. El 22 de septiembre, tras calificar los atentados de “actos de guerra”, George W. Bush declaraba en el Congreso: “Nuestra guerra contra el terror –war on terror– comienza con Al Qaeda, pero no termina allí. No terminará hasta que cada grupo terrorista de alcance mundial haya sido encontrado, detenido y vencido”. La retórica belicista y maniquea de Bush (para quien los naciones “o están con nosotros o están con los terroristas”) sería compartida, a contrario, por Osama Bin Laden, quien afirmaba días después que “estos acontecimientos han dividido el mundo en dos campos, el de los creyentes y el de los infieles”.

El 7 de octubre de 2011 daba comienzo la Operación Libertad Duradera, materializada sobre todo en la guerra de Afganistán, pero que también se desarrollaría en Filipinas, Somalia y el Sahel. El 20 de marzo de 2003, bajo el pretexto de las presuntas armas de destrucción masiva de Saddam Hussein, se iniciaba la guerra de Iraq. Más allá de estos dos frentes bélicos, la administración de Bush retorcería las leyes americanas para, por ejemplo, mantener desde 2002 en Guantánamo a ciudadanos no estadounidenses bajo custodia indefinida sin cargos. En este sentido, el mismo Bush reconoció en 2006 la existencia por todo el mundo de cárceles secretas de la CIA –blacks site–, en las que se torturaba a los presos al margen de la ley. De hecho, la administración Bush había aprobado las “técnicas de interrogatorio intensificado”: eufemismo para encubrir métodos de tortura como el waterboarding (ahogo simulado), la privación de sueño, la hipotermia o el golpeo y zarandeo del prisionero.

Este panorama tan siniestro (recreado por Kathryn Bigelow en su magistral película Zero Dark Thirty) pareció cambiar con la victoria presidencial de Barack Obama en 2008. De hecho, a los pocos días en el poder, el presidente prohibió cualquier forma de tortura. Sus actos pacificadores eran todavía escasos, pero la Academia Sueca decidió concederle el premio Nobel de la Paz de 2009. El jurado, falto de hechos concretos, alegó las buenas intenciones de Obama, así como la sensación de que este buscaba “fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos”. Sin duda, el tono del demócrata –mucho más inteligente y matizado que el de Bush– invitaba al optimismo. Pero, ¿no se había precipitado la Academia Sueca otorgándole el premio en base sólo a sus promesas?

A día de hoy, tras cinco años de gobierno demócrata, la guerra de Afganistán continúa; y la de Iraq, aunque se dé por concluida, sigue arrojando cadáveres. El centro de detención de Guantánamo, pese a las promesas de Obama, continúa operativo, con más de 100 presos –de un total de 166– en huelga de hambre. Y, lo que es más importante, Estados Unidos ha incrementado el alcance geográfico de sus operaciones bélicas. Obama hace la guerra no con el estruendo de los tanques, sino con la sutilidad devastadora de los “drones”. Así se llama a aviones no tripulados, dirigidos por control remoto desde Estados Unidos y equipados con cámaras y misiles de última tecnología. Son los pájaros americanos de la muerte, operativos en lugares como Pakistán, Afganistán, Yemen y Somalia. Según el New York Times, desde 2009 la CIA ha asesinado con drones a más 2,500 personas, entre las que cabe contar a mujeres y niños. Todas las acciones, además, dependen de Obama, a quien se presenta cada semana una lista de yihadistas ejecutables –kill list–, para que él, como los antiguos césares, conceda o no la vida en la arena del desierto. Son ejecuciones preventivas y sumarias, sin coste de vidas americanas y sin preguntas incómodas de la prensa. Son las ejecuciones furtivas de un Nobel de la Paz que nunca debió recibir tal premio.