La actual crisis del sistema ha perdido contenciones. Por más exploraciones teóricas que hagamos, de lo que se trata es de valores. Cuando la institucionalidad no cuenta con esos resortes, lo demás deviene en secundario. Negar que afrontamos un rompimiento en los lazos del sistema es el primer síntoma del problema. Nada es seguro cuando se duda de todo y es ahí donde nos encontramos. Una comprensión ya cansada que se revela en los detalles de nuestra convivencia rutinaria.
La gente compra convencida de que la garantía de lo que adquiere es poema; que no basta un acto notarial para constatar un compromiso; que un título de propiedad no es suficiente para decir “soy dueño”; que las reglas de juego son distintas según la gente; que el mandato de una sentencia es relativo; que reclamarle a la Administración pública es una necedad; que la autoridad es la primera deudora y que el asombro dejó de espantarnos. Esa es nuestra verdadera tragedia: sentirnos morir como nación sin poder evitarlo, o, peor, tener la conciencia de nunca haber sido.
Agregar más ejemplos sería martillar nuestras frustraciones, esas que día a día tragamos sin más humedad que un maldito coño. Nos acostumbraron tanto a la provisionalidad que se secaron nuestras raíces en la espera, convencidos de que en cualquier momento podría suceder lo presentido: ¡Nada! El resultado es una sociedad escéptica, amargada e irritable. Terminamos vencidos por la impotencia y sin fe en lo que hacemos por un sistema que no retribuye nuestros cumplimientos; que nos niega el derecho a un presente distinto. Por eso todavía hay yolas para Puerto Rico, un pasaje de ida y un pasaporte bochornoso listo para cualquier atrevimiento… ¡a pesar del crecimiento! Vivimos como en un país prestado, sin sentido de pertenencia y con el designio de la huida en los puños.
A veces convienen esas rupturas para terminar de convencernos de que los modelos fracasados, como los que tenemos respirando, deben clausurar
Entiéndanlo, líderes: nuestras carencias son de confianza y seguridad en lo que somos. La crisis no reside en lo que hacemos o tenemos. Hacer y tener son medios para ser. Si no hay una comprensión racional de que lo queremos como sociedad, no hay sentido de arraigo, conciencia de nación ni construcción de futuro. Las grandes naciones han corrido de la mano de planes que se les imponen a las administraciones. Son instrumentos de diagnósticos y terapias; cartas de ruta para el desarrollo. Hacer cosas es una solución remedial, pero no curativa. Es como llenar el dispensario de medicinas para cualquier enfermedad.
No sé si apenarme o reírme cuando todavía escucho mercadear una candidatura con base en una lista de lo “que hizo”. Las gestiones se evalúan por resultados mesurables. Donde existe planificación y sentido de desarrollo los balances de los gobiernos se consolidan y se ajustan a esos planes. El éxito no es de cada administración de manera aislada sino de los logros conjuntos de acuerdo a las metas previstas y a las políticas de cumplimiento. Donde hay desarrollo institucional los gobiernos pasan y quedan el Estado y la nación.
Por eso nuestro “desarrollo” no es tal, apenas llega a “progreso”. A pesar del manejo indistinto de ambos conceptos, son nociones diferenciadas: el progreso es riqueza material, el desarrollo es bienestar de la gente; el progreso es una condición surgida, el desarrollo es un estado conducido; el progreso es selectivo, el desarrollo es inclusivo; el progreso es episódico, el desarrollo es continuo; el progreso es coyuntural, el desarrollo es estructural; el progreso destaca las diferencias sociales, el desarrollo las equilibra. El mejor progreso es el que resulta del desarrollo, el peor desarrollo es el que se queda en el progreso. Así, por ejemplo, un Palacio de Justicia moderno y funcional es progreso; en cambio, una judicatura competente, independiente y digna es desarrollo. Una ciudad llena de torres es progreso, pero con un tránsito viable y un ambiente sostenible es desarrollo. Aquí se gobierna para el progreso; no tenemos planes ni estrategias de desarrollo.
Más que dirigentes, necesitamos acuerdos sociales sobre realidades estructurales, inteligencias de planificación, mecanismos de diálogos horizontales, actores comprometidos con el futuro. Otros líderes, otras visiones, otras conducciones. Es posible que estemos lejos de esas utopías, pero la realidad irá demostrando que sin ellas no podremos sostenernos ni hablar de futuro. Si no resultan del consenso se impondrán por mandato de las crisis y estas son como el agua: donde no encuentra salida abre. A veces convienen esas rupturas para terminar de convencernos de que los modelos fracasados, como los que tenemos respirando, deben clausurar. Y este arquetipo solo se sostiene con las fuerzas de los intereses, columnas muy frágiles para resistir las enormes presiones sociales. Terminamos como empezamos: se trata de un sistema que entró en el colapso, sin causas que lo legitimen ni valores que puedan oxigenarlo. Perdió confianza, seguridad y credibilidad. O cambiamos o nos…