Muchos lectores se quejan porque se critican más las acciones del Gobierno y no se centra la misma atención en la oposición. La causa es que el comportamiento del primero afecta directamente a la población, para bien o para mal, y no sucede en idéntica intensidad lo mismo con los dirigentes y partidos contrarios al régimen de turno. Cuando se censura el uso desmedido de recursos en campañas políticas el énfasis recae sobre el gobierno porque es el que posee la capacidad para recurrir a fondos del presupuesto de la nación. Lo que gasten otros candidatos, si bien constituye una práctica censurable cuando sobrepasa los límites razonables, no afecta de igual manera el patrimonio nacional, a menos que esos recursos provengan de las arcas públicas.

En el país, contrario a lo que se piensa,  los gobiernos, históricamente, han gozado siempre de una sobreprotección de los medios de comunicación. Las críticas por lo general no alcanzan la figura presidencial ni los estamentos con autoridad para fiscalizar negocios privados, especialmente si están ligados a intereses vinculados a la propiedad de esos medios.

Conforme a una vieja práctica, los presidentes son las personas mejor informadas. Reciben toda clase de información, pública y privada, de distintas procedencias, como los servicios de inteligencia y de grupos dedicados a la insana tarea de grabar conversaciones telefónicas y fisgar en las vidas privadas de personas importantes. Sin embargo, a la hora de valorizar los hechos, los medios se cuidan de exculparlos de cuanto acontece. Los presidentes nunca saben nada cuando se trata de hechos que dañan a la población o violentan la ley. El problema nacional no es que se critique todo cuanto hacen los gobiernos. El problema consiste en la falta de vocación crítica en una sociedad sometida por voluntad propia al silencio que lo calla todo. Nos falta sentido crítico.