En 1948 Shirley Jackson publicó un breve relato titulado “El sorteo”. La trama se desarrolla en una villa rural donde la población se reúne para celebrar un ritual en torno a un sorteo, para promover la prosperidad al fin de la cosecha. Pero no es sino hasta el desenlace de la historia que el lector se da cuenta que lo que se sorteaba era la víctima de un sacrificio humano; finalmente la “suerte” recae sobre una mujer de la comunidad que es apedreada hasta la muerte por todos sus vecinos, entre los cuales se encuentra su propio hijo de cuatro años.

Cuando este relato se publicó por primera vez, se desató una tormenta de cartas airadas protestando. La idea de un ritual semejante era escandalosa y repugnante. Desde entonces esta historia ha sido analizada y comentada en innumerables clases de educación secundaria, y siempre había provocado una fuerte reacción moral en contra. Sin embargo, en la década de los 90, una profesora de literatura creativa  del Pasadena City College, llamada Kay Haugaard, cuenta que una noche se topó con una clase que no mostró ninguna reacción moral luego de leer el cuento.

“Un final fantástico” – comentó una mujer. “Es buenísimo, grandioso” – dijo otra. “Lo hicieron y ya está, como era su costumbre” – dijo otro más en defensa de la historia. Cuando Haugaard expresó su postura moral de forma enérgica, una enfermera de unos cincuenta años dijo: “Yo enseño un curso sobre comprensión multicultural para el personal de nuestro hospital, y si esto es una parte de la cultura de una persona… se nos enseña a no juzgar.” En aras de la tolerancia multicultural, esta enfermera había perdido la capacidad de condenar una evidente atrocidad.

“Me quedé pasmada” – comentó Haugaard: “Esa estudiante era la misma mujer que había escrito tan apasionadamente acerca de cómo salvar a las ballenas, de su preocupación por los bosques tropicales… y de cómo rescató y cuidó solícitamente a un perro extraviado”. Ninguno de los veinte estudiantes protestó en contra de los sacrificios humanos.

Cuando una sociedad decide navegar por el océano del relativismo moral, lo que antes era impensable poco a poco se convierte en aceptable, hasta llegar a ser aplaudido por muchos; y ¡ay del que se rehúse navegar por esas aguas! Tomemos el tema del aborto como ejemplo. Todo el que defiende la vida desde la concepción se arriesga a ser tildado de estrecho de mente, en el mejor de los casos, y de fariseo hipócrita, en el peor. Defender, en cambio, las ballenas, los bosques tropicales o rescatar un perro extraviado es considerado como algo heróico. Irónicamente, muchos de los que hoy defienden a capa y espada ese relativismo moral, luego pegan el grito al cielo al resultar escogidos en el sorteo de la barbarie. Cuando la vida de un bebé pierde valor, toda vida comienza a ser desvalorizada. Como decía el poeta inglés John Donne: “Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.”