La falta de delimitación normativa de los conceptos es una falencia que afecta la interpretación del derecho administrativo. De hecho, esta ausencia de precisión, conjugada con la irreflexiva religión hacia la doctrina más tradicional provoca graves incongruencias en el actual proceder de las Administraciones Públicas y los operadores legales, hasta tal punto que atribuimos consecuencias a los institutos jurídicos por razones que históricamente han carecido de fundamentación legal expresa, tal y como ocurre con las derivadas de la invalidez de los actos administrativos.

Gran parte del régimen de la invalidez de los actos administrativos descansa en dogmas del ayer, específicamente las construidas en el Derecho Romano que, aun habiendo servido para el establecimiento de una sólida teoría sobre las nulidades y anulabilidades, no logró integrarse en la vigente normativa de procedimiento administrativo común.

Desde un punto de vista estrictamente normativo, puede perfectamente observarse que la única diferencia establecida en la Ley núm. 107-13, entre nulidad y anulabilidad de los actos administrativos reside en las causas que originan cada una. Incurriendo, la norma, en una total omisión sobre los efectos o consecuencias que una declaración de nulidad o de anulabilidad pueda tener sobre la actuación singular de la Administración Pública y sobre los derechos y bienes del ciudadano afectado.

A pesar de esta ausencia de previsión normativa, se ha decidido diferenciar allí, donde la ley no lo ha hecho y, a unanimidad consentimos que de la nulidad y la anulabilidad se desprenden consecuencias dispares.

Incluso, la propia Tercera Sala de la Suprema Corte de Justicia, en la Sentencia Núm. 8 del 14 de junio de 2017, sin motivación jurídica alguna, ha sostenido que la nulidad “produce efectos retroactivos.” Lo que en sentido contrario implica, que la anulabilidad solo extingue los efectos del acto para el porvenir.

Diferenciar los efectos de la nulidad y anulabilidad en el ámbito del derecho administrativo no encuentra cabida legal. La distinción se sustenta, exclusivamente, en la convención que, indisolublemente, los juristas dominicanos han profesado al derecho civil.

En una eventual reforma a la legislación de procedimiento administrativo común, se debe rellenar este vacío para superar esta falencia que, entre muchas otras, fue importada a nuestra Ley No. 107-13. No se podía esperar menos de una ley que se “inspiró” en otra legislación extranjera que a los dos años posteriores a la promulgación de la nacional fue derogada.