Durante la mayor parte de mi vida he sido una feminista decididamente de izquierda, activista por los derechos de las mujeres y de la diversidad sexual, identificada siempre con causas progresistas de todo tipo. Por eso en los últimos años me ha resultado tan desconcertante descubrirme con alguna frecuencia del lado “equivocado” de ciertas ortodoxias progresistas, en medio de un clima político-ideológico donde el disenso te expone a que te invaliden como desfasada, mal leída o reaccionaria.
La consagración del movimiento transexual como la nueva vanguardia política de los movimientos feminista y LGTB –y de los sectores progresistas en general- y la beatificación de Caitlyn Jenner como símbolo de ese movimiento, marcaron un hito importante en mis divergencias con algunas de estas ortodoxias progresistas (tema que trataré en el siguiente artículo). Más recientemente las dudas me han surgido ante la polémica internacional suscitada por la prohibición del burkini en más de una docena de localidades playeras de Francia, España y Bélgica.
En ambos casos las posiciones están muy polarizadas, lo que a veces conduce a argumentaciones innecesariamente simplistas que impiden una ponderación adecuada de las complejidades políticas, jurídicas e ideológicas que subyacen a estas controversias. Otras veces las posiciones progresistas se adoptan por default ante el rechazo que nos generan las actitudes contrarias, sin que medie una deliberación cuidadosa de todos los argumentos relevantes, que son muchos y muy enrevesados.
Consideremos en primer lugar el caso del burkini. A una persona de izquierda, comprometida con el respeto escrupuloso de los derechos humanos como base de la convivencia democrática, le resulta muy difícil defender una medida que interfiere con la libertad personal y con los derechos religiosos de las mujeres. Si son justamente las musulmanas las principales defensoras del burkini, ¿cómo puede alguien que se dice feminista ignorar su derecho a vestir como ellas quieran? ¿Es que no vamos a defender también el derecho de ellas a decidir sobre sus propios cuerpos? ¿No es la prohibición del burkini una injerencia en la vida privada de las mujeres y una forma de discriminación legal por motivos religiosos?
Peor todavía, ¿qué progresista en su sano juicio se va a exponer a que la identifiquen con las posiciones de Donald Trump, Le Pen, Geert Wilders y demás líderes islamófobos, xenófobos y racistas, cuyos movimientos van en terrorífico ascenso en toda Europa y los Estados Unidos? Y no son solo los demagogos de la ultraderecha, sino también los políticos oportunistas de todas las tendencias, incluyendo la dizque izquierda que gobierna en Francia y que ahora pretende revertir su pérdida de popularidad cooptando el discurso islamofóbico de la oposición y escudándose en la defensa de la seguridad nacional.
Todo lo anterior es absolutamente cierto, pero también es cierto que el burkini es la versión playera del burka (1), símbolo por excelencia de la opresión patriarcal. El burka de las afganas, el niqab de las saudíes, el chador de las chiitas de Irán e Irak no son solo símbolos culturales o religiosos sino que representan formas extremas de sometimiento y control patriarcal de las mujeres. El uso de estas prendas de vestir se asocia en todas partes con la negación de los derechos más elementales, incluyendo la educación –como puede atestiguar Malala-, el sufragio, el derecho de propiedad y hasta la posibilidad de salir de la casa sin custodia masculina. Las mujeres de estas sociedades no tienen protección legal contra la violencia de pareja, no poseen derechos jurídicos sobre sus hijos, no pueden poseer bienes propios y pueden ser castigadas con pena de muerte por cualquier transgresión sexual.
El vínculo entre el extremismo religioso, la opresión de las mujeres y el uso de velos es directo e indiscutible, como demuestra el hecho de que, antes del ascenso del Talibán en Asia Central y del extremismo religioso en Irak, Irán, Egipto y otros países islámicos, la mayoría de mujeres utilizaba ropa occidental y sólo las más tradicionales –generalmente rurales y mayores- usaban siquiera el hiyab (pañuelo que cubre el pelo y el cuello, pero no el rostro). Por eso resulta tan sorprendente que sean mujeres musulmanas las más ardorosas defensoras del burkini -y en algunos casos, hasta del velo- en Europa.
Es cierto que muchas de ellas eligen usarlo como forma de afirmación cultural y hasta de desafío ante la islamofobia cada vez más evidente en las actitudes políticas y las normas públicas europeas. El problema radica en la insistencia de los hombres de todas las culturas y religiones de que sean las mujeres -a costa de sus cuerpos, sus derechos y sus libertades- las que en mayor medida encarnen los valores culturales y religiosos que supuestamente los distinguen. Y en esto las mujeres siempre llevan las de perder. Por eso los varones musulmanes pueden disfrutar de las playas francesas en pantalón de baño convencional y hasta en bikinis. Por eso a los sacerdotes católicos les basta un alzacuello mientras las monjas visten hábitos. Por eso las judías ortodoxas tienen que usar mangas largas y pelucas.
Y por eso es a las niñas a las que les cortan el clítoris en todos esos países del este y norte de África donde se sigue practicando la mutilación genital femenina. Las feministas de mi generación recuerdan muy bien que también la MGF se defendió en los foros internacionales con el argumento de que los pueblos tienen derecho a preservar sus tradiciones culturales y a defenderlas del etnocentrismo y el imperialismo cultural de los países occidentales, espoleados por esas inmorales víboras feministas que encabezaban las campañas contra la MGF.
Claro que las mujeres no musulmanas también pagamos con nuestros cuerpos el precio de los privilegios patriarcales, como evidencia nuestra permanente objetificación sexual a través de la moda, las dietas y las cirugías plásticas. Sociedades como la dominicana, que glorifican la automutilación quirúrgica al punto de convertir los senos sintéticos en prácticamente un requisito estético para las mujeres, tendrían que pensarlo dos veces antes de recriminar a sauditas o a talibanes.
En fin… Aunque estoy convencida de que la polémica actual sobre el burkini es solo una de “las ingeniosas formas que tiene el patriarcado de esconder sus miserias bajo conceptos de libertad religiosa o cultural”(2); aunque no me cabe duda que la defensa del burkini equivale, en última instancia, a reivindicar el derecho del fanatismo religioso a violar los derechos de las mujeres; aún así se me hace difícil apoyar su prohibición en las playas europeas. El miedo a que mi propio Estado me llegue a imponer qué ropa puedo o no usar -y no solo para ingresar a una oficina pública- es demasiado fuerte.
Lo que no logro entender es la decisión de tantas mujeres musulmanas de reivindicar el símbolo de su propia opresión, un caso similar al de las mujeres occidentales víctimas de violencia que tradicionalmente defendían y excusaban a sus maridos agresores. Tampoco logro resolver la irritación que me produce pensar en las/os progresistas de vanguardia que me verán como una dinosauria política por decir estas cosas. Sobre todo después que lean mi opinión sobre Caitlyn Jenner.
- Para una descripción de los diferentes tipos de indumentaria islámica femenina, ver Infobae América, “Cuáles son y en qué consisten los distintos velos del mundo musulmán, sábado 8 de agosto 2015. http://www.infobae.com/2015/08/08/1746595-cuales-son-y-que-consisten-los-distintos-velos-del-mundo-musulman/
- Aina Díaz, “Burkas y ‘burkinis’. El dulce triunfo del patriarcado islámico”.
Infolibre, 20/08/2016. http://www.infolibre.es/noticias/opinion/2016/08/19/burkas_burkinis_dulce_triunfo_del_patriarcado_islamico_53722_1023.html