Aunque la pandemia lo ha cambiado casi todo, vendrá el momento en que la venceremos. Mientras llega ese día, me refiero a las quejas que siempre se escuchan acerca de la situación económica, de que vivimos en crisis. La percepción es evidencia de un pesimismo generalizado en sectores cuya valoración del quehacer nacional se basa muchas veces en la marcha de sus propios negocios. En décadas no hemos tenido crisis económica, pues se abrieron nuevas operaciones industriales, el turismo creció y se recupera y la actividad comercial se expandió vertiginosamente con la apertura de gigantescos centros de tamaño incluso superior a sus iguales en países más desarrollados. Y esa actividad no ha cesado, si bien descansa por efecto de la COVID-19.
De modo que nuestro problema no es de esa índole ni tampoco el país se encamina irremisiblemente, incluso todavía, hacia un estadio de recesión paralizante de la actividad económica. Nuestra verdadera crisis es de carácter social, con tasas de desigualdad preocupantes dentro de un proceso firme de concentración de recursos que los pone cada vez más en círculos de pequeñas élites económicas muy creativas con un control creciente de la riqueza nacional. Buena parte de los nuevos negocios de las últimas dos o tres décadas provienen de esos grupos, sin que se hayan generado cambios importantes en la estructura social, debido a los bajos salarios y a un sistema de seguridad social que no los promueve.
Por todo ello, es iluso pensar que la amenaza a la estabilidad social radica sólo en un endeudamiento exorbitado, porque el país tendrá que acudir necesariamente al financiamiento exterior para encarar lo que ha traído la pandemia, ni tampoco en las prácticas políticas corruptas que han caracterizado la vida democrática de la nación. El problema es la creciente desigualdad, el enemigo real de la democracia y la estabilidad nacional.