Fuimos precoces. Quisimos creer en un despertar dominicano, en un sistema que colapsaba. Que el cambio era inminente. La realidad nos golpeó fuerte, interrumpiendo nuestros sueños húmedos. Entendimos entonces que nos habíamos montado en la ola de una indignación pasajera. Que no quisimos ver que también ocuparon los parques los más fervientes defensores del status quo.
Seguimos creyendo que el tema de la corrupción y la impunidad funciona, mientras que los dominicanos llevan años diciendo que sus primeras preocupaciones son el costo de la vida, la violencia y la delincuencia. Antes que la corrupción, están los problemas eléctrico y del narcotráfico.
Mejores plumas lo han escrito. No por disonantes son menos pertinentes. Les hemos respondido con denuestos y desdén.
Hemos tomado posiciones como a quien ya no se le revuelven las tripas al ver niños en los semáforos, como quien pide seguridad pero quiere mantener todos los beneficios del subdesarrollo.
En un sistema que se acomoda con un 42% de la población viviendo bajo el umbral de la pobreza -esos grandes perdedores de nuestro intento de democracia- elegimos un tema que no les llega. Nos concentramos en una franja de la clase media, pero los marginados del sistema, por muy presentes que estén en nuestro discurso, están ausentes de nuestra estrategia política.
Ha sido un error asumir que en un país con necesidades tan básicas, la figura del paladín de la moralidad será suficiente para aglutinar mayorías. Hemos escogido un camino que tiene, al menos, 50 años de fracasos. No queda claro si lo que se pide es un nuevo Procurador o la transformación de nuestra sociedad. Si la respuesta es esto último, entonces las denuncias, aunque necesarias, se quedan cortas. No nos damos cuenta de que la reducción real y efectiva de la corrupción pasa ineluctablemente por la construcción de una sociedad más inclusiva y de una ciudadanía más crítica y activa.
Preguntémonos si será posible construir un proyecto verdaderamente alternativo sin contar con los grupos más desafortunados, que son mayoría. ¿Podremos construir una nueva fuerza sin ayudarles a organizarse, sin vehicular sus demandas y frustraciones, sin ayudarles a defender sus derechos? ¿Podremos construir una alternativa sin articular grupos, sin sumar apoyos, sin unir esfuerzos? ¿Se puede generar una nueva opción de poder sin crear vínculos con las mayorías?
Parece que ignoramos que los dos mayores partidos de nuestro país se construyeron sobre la base del contacto con el pueblo y de estrategias innovadoras. Se convirtieron además en escuelas de democracia y ciudadanía, llegando siempre hasta la precaria realidad de muchos.
Los excluidos, los invisibles, hambrientos de comida y de inclusión, no tienen hoy las vías de desahogo que podían tener en otros tiempos. Sus frustraciones ya no cuentan con los reclamos sociales para canalizar su impotencia. Sólo les queda la violencia cotidiana, esa que nos aterra, pero de la cual somos todos cómplices. Y somos cómplices porque todos, directa o indirectamente, colaboramos con un sistema en el que pocos ganan y muchos pierden. Donde el destino depende más de la cuna que del trabajo.
Hoy, muchos son los que sienten que la democracia no ha rendido sus frutos. Que las promesas se han evaporado. El descontento es comprensible. Los peligros de ese sentir, evidentes.
Las medidas positivas que ha tomado el gobierno de Danilo Medina han quitado presión al sistema de partidos. Su popularidad no es fortuita, pero Medina gobierna sin oposición.
Mientras tanto, nosotros no hemos sabido reinventar nuestro discurso ni nuestras estrategias. Reeditamos los errores de siempre. La enfermedad de los egos, el maniqueísmo y la incapacidad para construir consensos. Hemos querido construir una nueva opción desde el polígono central. La exclusión la denunciamos en el discurso, pero la repetimos al no remangar nuestras camisas para construir un proyecto inclusivo.
La victoria de la generación que nos precedió fue la de vendernos el sueño de la democracia y de la libertad. No permitamos que el mantenerla y hacerla funcionar se convierta en nuestro fracaso.