Walter Benjamin en su octava tesis sobre filosofía de la historia señaló que “La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el «estado de excepción» en el que vivimos”. En el contexto en que este filósofo trabajó su “tesis”, que es el de los años cuarenta del siglo pasado, el enemigo público para la declaratoria de un estado de excepción es el fascismo. El mismo autor, unas líneas adelante en la tesis octava, lo declara: “Tendremos entonces en mientes como cometido nuestro provocar el verdadero estado de excepción; con lo cual mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo”.

El estado de excepción al que recurre Benjamin es frente a un enemigo visible, cuya expansión amenazó la vida de otros estado-nación europeos y para fortalecerse en la lucha contra ese “enemigo público” se declara un cese en las libertades públicas y el derecho de los ciudadanos con el objetivo de aunar fuerzas y recursos, de parte del estado interventor y guardián, en la causa común contra el enemigo colectivo.  De otra manera, se restringen las libertades individuales para enfrentar una amenaza colectiva que atenta contra el bien común. En estas circunstancias señaladas, en aras del buen juicio,  resultaría entendible la declaratoria de un estado de excepción como algo extraordinario. La preocupación de Walter Benjamin, de la cual se hará eco el filósofo italiano Giorgio Agambe en Homo Sacer II, I: El Estado de Excepción, es que lo que debió constituir una extrañeza, una excepción, se convierte ahora en la norma, en la rutina. Esto es, en nombre de las emergencias colectivas, el bien común en su dimensión más propositiva, se declara un momento de constreñimiento de las libertades individuales y se incrementa el control del estado sobre la vida de sus miembros con el fin de conservarlas y conservarse a sí mismo.

El estado interventor arrecia su vigilancia y el control sobre sus miembros para asegurar no solo  la propia existencia del estado-nación y sus instituciones, digamos una especie de vida colectiva con un bien común que hay que salvaguardar a todo precio, sino también asegurar la existencia individual de sus miembros (bien individual) a través de una serie de dispositivos de control y vigilancia sobre los mismos. La fórmula clara sería la siguiente: para mantenerte con vida exijo mayor intervención en tu vida que garantiza mi existencia.

El 19 de marzo de los corrientes el Congreso Nacional accedió a declarar el “estado de emergencia” solicitado por el presidente Medina. En nuestra constitución el “estado de emergencia” es el tercer modo de declaratoria del estado de excepción definido en términos de “situaciones extraordinarias   que afecten gravemente la seguridad de la Nación, de las instituciones y de las personas frente a las cuales resultan insuficientes las facultades ordinarias” (Art 262). Las otras dos formas son el estado de defensa (Art 263) en caso de agresión armada externa contra la soberanía nacional y el estado de conmoción interior (Art 264) en caso de grave perturbación del orden público. En el caso del estado de emergencia sucede cuando hay hechos distintos a los declarados en los dos anteriores y que por su gravedad resultarían lesivos para el “orden económico, social, medioambiental del país, o que constituyan calamidad pública” (sic) (Art 265). En el artículo 266 de la Constitución Dominicana se detallan los derechos suspendidos en caso de estados de conmoción interior y de emergencia.

La situación actual no es solo excepcional por los peligros que representa para el orden económico y social  y con posibilidades de constituirse en una calamidad pública en la que si bien no todos moriríamos, al menos todos nos infectaríamos de no tomar las previsiones de lugar y de seguir las indicaciones sanitarias de las autoridades públicas. El enemigo colectivo para nuestro estado de emergencia lo constituye un virus invisible a nuestros ojos que amenaza con desestabilizar o incrementar la crisis de racionalidad en nuestra ciudadanía.

En nuestro estado de excepción seguimos repitiendo los hábitos colectivos tradicionales de la mala política y las mañas individuales del irrespeto a la ley y a las autoridades públicas. En nuestro estado de emergencia la anomia y la sinrazón parecen constituirse en la norma común.