“Nunca jamás abandonéis el nido”, nos decía el padre jesuita asturiano Díes- Lugones, cuyos ancestros fundaron el pueblo de Lugones, adyacente a Oviedo, la flamante capital de Asturias, al noroeste de la península Ibérica junto al mar Cantábrico.

Estamos aquí hablando de los días en que la avenida Abraham Lincoln se llamaba
Fabré Geffrard, el nombre de aquel general haitiano que le arrebató el “reino” al déspota de Faustín Soulouque, quien invadió a Santo Domingo en tres ocasiones (1849.1853, 1855 y trató de invadirlo de nuevo en el 1859). Su objetivo era el de exterminar a los dominicanos en una guerra racista bajo el grito de:
“¡Oswa pou reté vivan!” (¡Ni las gallinas quedarán vivas!).

Por razones no explicadas, la dictadura trujillista había aplicado el nombre de Fabré Geffrard a esa avenida y luego se la cambió al de “Abraham Lincoln”.
Una de las razones pudo haber sido el hecho de que fue este general Geffrard (conocido como el Duque de Tabara) el que puso en desbandada al mal llamado “Rey Faustino I” (Soulouque), retornando a Haití a su condición de república y terminando con la obsesión de acabar con los dominicanos.

El padre Díes-Lugones está enterrado en el cementerio de Manresa Loyola, a la orilla del Mar Caribe, en las inmediaciones de Haina. Fui su amigo en mis años juveniles y coincidí con él luego en las montañas de Aibonito en Puerto Rico, donde él era el director espiritual del Seminario de Manresa, allá en Borinquen.
Allí le prometí que iba a visitar su pueblo la próxima vez que visitara a Asturias, ya que allí había estado su nido original, donde creció y se formó como un ser humano de alcurnia.

Flaco, de cabeza calva donde habían reinado en mejores tiempos unos cabellos rubios brillantes, Díes-Lugones mantenía siempre una perenne sonrisa colgando de los labios. Su lema era el mismo de Jesucristo en Juan 20:19-21: “La paz os dejo; la paz os doy”. En él se manifestaba la convicción de que la aceptación del otro es la regla de oro que debe de guiar siempre nuestra vida. Siempre opinaba que el mejor laboratorio experimental es el de la familia, donde aprende uno a graduarse conductualmente de los valores básicos de la experiencia humana sobre la tierra.

Por fin pude cumplir la promesa y visité el pueblo de Lugones, hoy día lleno de fábricas y de pequeños restaurantes al aire libre.
Sentado en la plaza del parque divisé una cabecita calva y rubia que me recordó al viejo amigo enterrado en Manresa. Columpiaba a una niña de ocho añitos que se deleitaba con los empujoncitos que le daba su padre en el columpio- zwing-zwang-zwing-zwang… tal como nos los da a todos la vida.

Como los asturianos tienden a ser sobrios y de pocas palabras, me revestí de la brisa del Caribe y me presenté como un forastero venido de tierras lejanas en busca de información sobre la historia de aquel pueblo asturiano.

Terminamos haciendo tan buena liga que me invitó a tomar un culín de sidra junto a su familia. Un culín es el término autóctono local, equivalente a un trago de sidra no carbonatada, como solamente los asturianos son capaces de escanciar desde las alturas de la cabeza hasta la cintura, sobre un vaso de cristal especialmente diseñado para esos menesteres etílicos. Hay que prestar mucha atención, porque unos cuantos culines inofensivos pueden dejar a uno tuntuneco, como si ya se estuviera en los Picos de Europa, unos picos nevados altísimos, no muy lejanos del mar Cantábrico, el mar que baña las blancas riberas de Asturias.

Al entrar al piso, junto a la plaza del parque donde nos encontrábamos, Gumersindo (ese era su nombre de pila) me presentó a Marisol, su esposa, una joven de ojos de avellana y pelo de trigo virgen que me sonrió como si me hubiera conocido toda la vida. A la verdad que allí me sentí como en mi propia casa, sobre todo porque estábamos en esta época navideña, tan lejos de la patria chica.

Sobre el televisor había varias fotografías de la familia pero una de ellas me electrizó, pues era la foto del padre Díes-Lugones con aquella perenne sonrisa de arcángel que siempre lo caracterizó en vida. Al pie de la foto había una dedicatoria en letra cursiva.

-¿Puedo leer la dedicatoria?-pregunté.

-No faltaba más-fue la respuesta de Gumersindo- es mi tío-abuelo. Nos envió la foto desde Santo Domingo de Guzmán. ¿Conoce usted esa remota isla?

-¿Que si la conozco? Allí nací yo, junto al Mar Caribe donde él está hoy enterrado.

La esquelita, escrita en su puño y letra, decía: “Nunca jamás abandonéis el nido”.

Ciertamente nuestra vida es un gran pañuelito blanco. De eso no hay duda.

¡Feliz Año Nuevo!