“Toda persona tiene derecho a la seguridad social. El Estado estimulará el desarrollo progresivo de la seguridad social para asegurar el acceso universal a una adecuada protección en la enfermedad, discapacidad, desocupación y la vejez”. Así lo dispone el artículo 60 de la Constitución, convirtiendo la seguridad social en un derecho fundamental, es decir, un derecho que a cuya garantía, protección y efectividad está obligado el Estado.
El coronavirus (COVID-19), que hace un mes todavía lo veíamos distante de nuestras costas, ha puesto sobre el tapete las grandes falencias y debilidades de nuestro sistema de seguridad social implementado mediante la ley núm. 87-01. El coronavirus le ha abierto los ojos a los más escépticos de las críticas que siempre ha recibido el actual sistema y ha mostrado la clara ausencia de un verdadero sistema de seguridad social en el país.
En materia de salud, una simple red de seguros privados con un catálogo muy básico de cobertura y cuya actualización y ampliación está sujeta básicamente al deseo del sector privado (la composición del Consejo de Seguridad Social así lo refleja), no es una red de protección a la gente. Es una simple red de seguros privados obligatorios, sin ningún tipo de mayores diferencias entre las distintas Administradoras de Riesgos de Salud (ARS) en el nivel básico, que sin dudas es el más importante de todos.
La reticencia para la cobertura de la prueba del COVID-19 por parte de las ARS no sorprende. Si hasta son capaces de negar la cobertura de un simple medicamento porque el médico en su receta le puso una letra mal al nombre del paciente (me pasó una vez), no causa sorpresa la resistencia que han puesto para ello.
El sistema de seguros de salud privados obligatorios lo que ha demostrado ser un desencanto y una frustración para los trabajadores. Y era lógico que esto fuera a suceder, pues los seguros de salud privado lo que buscan es maximizar su rentabilidad, son un negocio, no son una entidad de beneficencia. Las ARS en lugar de agilizar procesos, de ser más competitivos, de diferenciarse notoriamente unas de otras, se cartelizaron y se hicieron más burocráticas que cualquier institución estatal.
Se trata de un modelo que no funciona, que hay que repensar y darle la verdadera naturaleza que tiene: una red de seguros privados y no un pilar del sistema de seguridad social. Pasada esta crisis, que sé que superaremos y saldremos airosos, toca avanzar hacia un sistema de salud pública de calidad sin igual y el inicio de un seguro universal de salud, dejando a las ARS como lo que son: empresas de seguros de salud privados.
Pero el COVID-19 no solo está intentando poner en jaque nuestro sistema sanitario, sino también la economía. También en este renglón el coronavirus ha hecho ver las falencias de la seguridad social frente a los trabajadores y profesionales liberales, que son los que sostienen el sistema.
No voy a abordar la estafa del sistema de pensiones, ya la Fundación Juan Bosch ha iniciado el debate y desde siempre ha habido voces de alerta contra este sistema que en pocos años veremos su gran fracaso si no lo cambiamos. Solo quiero referirme a la ausencia de protección de los trabajadores ante las emergencias.
A pesar de los fondos que manejan las AFP y demás entidades del sistema, increíblemente no hay ni un fondo especial para la cobertura del salario de los trabajadores ni un subsidio para los autónomos y profesionales liberales en casos de emergencia.
El sistema de seguridad social que se impuso en el 2001 es básicamente un “sálvese quien pueda” y no va alineado con el Estado Social y Democrático de Derecho proclamado en nuestra Constitución, pues no contribuye a la disminución de las desigualdades sociales y por tanto, no encamina a la concreción de la justicia social que el Estado está llamado a lograr.
El coronavirus reveló la verdadera cara de nuestro sistema de seguridad social y el desamparo económico y sanitario al que nos enfrentamos. Toca avanzar las reformas necesarias para que el Estado pueda garantizar con eficacia una seguridad social que pueda responder en tiempos de crisis sin que ello resulte excepcional.