Existe un sentimiento que mezcla amor y odio, atracción y repulsión, cariño y aborrecimiento. Es un sentimiento ambivalente, contradictorio, incoherente. Es un sentimiento que carece de nombre. Solo algunas frases, como “ni contigo ni sin ti” o como la de la canción de Gainsbourg,  “je t’aime/moi non plus” (yo te amo/y yo a ti tampoco), pueden  esbozar su naturaleza.

Es este sentimiento el que se manifiesta en nuestra relación con los extranjeros. Nuestra relación con los extranjeros se caracteriza por una especie de esquizofrenia nacional, por una ruptura de la nación que se basa en nuestra actitud hacia los mismos: una parte de la población los aborrece y la otra los adora.

Desconozco las causas de este fenómeno. Acaso nuestra condición de isleños parciales ( nuestro país no es ni una isla completa ni, dicho sea de paso, una media isla, sino dos tercios de la misma) – tenga algo que ver. O quizás nuestra turbulenta historia, que se caracterizó por sucesivos períodos en los que las potencias como España, Francia, Inglaterra, Haití – entonces lo era – y Estados Unidos nos codiciaron y nos menospreciaron, en muchos casos, alternativamente.

En cualquier caso, este fenómeno se manifestó desde el principio de nuestra historia. Nuestra historia es la historia de una contradicción.

Guacanagarix recibió a los españoles como a dioses (como hacemos ahora con los turistas) pero Caonabo los recibió como a diablos.

Bartolomé de las Casas condenó la esclavitud de los indígenas pero favoreció la de los africanos.

Antonio de Osorio devastó un tercio de la isla para que sus habitantes no se trataran con extranjeros pero favoreció, sin saberlo, su implantación definitiva en el mismo.

Sánchez Ramírez le arrebató Quisqueya a los franceses pero se la regaló a los españoles (ocupados entonces por los franceses).

Santana le arrebató Quisqueya a los haitianos pero también se la regaló a los españoles.

Báez quiso regalársela a los americanos, pero estos no la quisieron. Y cuando la quisieron,  mancillaron su suelo sin dudarlo un segundo. Y en ambas ocasiones hubo Guacanagarixes y Caonabos. Trujillos y Gilberts. Wéssines y Caamaños.

Pero estas incoherencias no nos caracterizan como pueblo sino también como individuos. Así, un mismo  individuo puede, en relación a los extranjeros, pensar una cosa – o decir que la piensa – y hacer algo totalmente opuesto.

Tomemos el caso de los que hoy se hacen llamar nacionalistas. Los hay que denuncian a gritos que Francia promueve la unificación de la isla. Sin embargo no dijeron ni pío cuando uno de nuestros gobernantes le regaló una joya de nuestro patrimonio, un palacio colonial del siglo XVI, la casa de Hernán Cortés, para que estableciera en él su embajada. Aún hoy ningún nacionalista protesta para que se le quite.

Hay patriotas que denuncian ruidosamente que Francia busca la destrucción de nuestro país y de nuestra raza. Sin embargo, no dijeron ni ji cuando uno de nuestros gobernantes – el más patriota de todos – soltó a una narcotraficante francesa que usó nuestro país como plataforma de tráfico de drogas, solo para complacer servilmente a Nicolás Sarkozy. Sarkozy, por cierto, prometió que cumpliría su pena en Francia. Pero tan pronto llegó, la dejó ir para su casa. Aún hoy ningún nacionalista protesta para que se le extradite, aunque las drogas sí que puede acabar con nuestra nación.

Hay patriotas que se desgañitaron denunciando que Canadá es otra de los naciones que busca la destrucción la nuestra, pero miraron hacia otro lado – y hasta lo felicitaron – cuando el mismo gobernante y paladín de nuestra soberanía prácticamente le regaló nuestros recursos a  una empresa canadiense.

Por cierto, a pesar de que el plan de unificar la isla orquestado por los americanos, los canadienses y los franceses es de una evidencia tal que no necesita demostración, ningún patriota ha pedido, que yo sepa, que se declaren personas no gratas a sus embajadores, ni que se rompan las relaciones diplomáticas ni mucho menos que se les declare la guerra. Extraño, con la cantidad de patriotas dispuestos a defender la patria con su sangre.

De entre todas las naciones, España es quizás la nación con la cual sus sentimientos son los más contradictorios. Ninguna otra nos menospreció más. Acabó con nuestros indios. Con el oro de sus ríos. Nos abandonó por las colonias de tierra firme, mucho más ricas en metales preciosos. Nos dejó caer en una pobreza tal, que la gente salía solo de noche para que no se viera que sus ropas estaban tan rotas como las de mendigos. Nos trató, precisamente, como a mendigos, dejando algunas limosnas cuando sus galeones le llevaban toneladas de oro. Abandonó la parte occidental de la isla en el tratado de Rijswijk. Nos cambió por el Rosillón en el tratado de Basilea. A diferencia de lo que pasó en todas las demás colonias, no tiró siquiera un tiro cuando, en 1821,  se declaró la independencia. Mucho menos cuando Haití nos ocupó, a pesar de que Núñez de Cáceres, cuando sus planes de ocupación eran secretos a voces, le pidió su protección. Fue Francia, y no España, la primera en reconocernos como nación independiente en 1844. A pesar de que la gran mayoría de los dominicanos se opuso a la anexión, nos invadió, luego de que algunos traidores – de los de verdad – se cansaran de dar asco pidiéndoselo y de deambular como viralatas por las calles de Madrid porque no se les daba audiencia en la corte…Nos consideró como a salvajes. Algunos de sus oficiales consideró a algunos de nuestros valientes restauradores como “el detritus de la cloaca revolucionaria”…

A pesar de todas estas ofensas, hay patriotas, encabezados por preclaros intelectuales que se empeñan, inexplicablemente, en considerarnos españoles puros, en deshacerse de nuestra sangre africana, en reivindicar para Quisqueya el puesto de hija favorita que la Madre Patria nunca nos otorgó.

¿Y Haití? Se ha escrito y hablado mucho sobre el tema. Lamentablemente, existe una cuasi unanimidad en la animadversión. Es una paradoja, por cierto, que esta sea menor que la manifestada en 1822. En efecto, historiadores como Frank Moya Pons señalan que, si bien es cierto que muchos blancos abandonaron el Haití Español, otros, habida cuenta de su condición de mulatos, recibieron con júbilo a las tropas de Boyer.

Aclaro: hablo de las de Boyer, no de las que las precedieron.

Por cierto, el que Núñez de Cáceres escogiera “Haití Español” como nombre para su efímera república – luego de los crímenes de las huestes haitianas precedieron a las de Boyer – es otra muestra, creo, de que entonces reinaba una mayor tolerancia.

Podría pensarse que respecto a Haití no hay contradicción sino coherencia. Demostraré que no. Para ello, citaré la situación de Juliana Deguis y de los que comparten su desdicha. Y traeré a colación dos hechos, ocurridos cuando era un muchacho, sin dudas desconocidos por los más jóvenes y quizás considerados por los más viejos – erróneamente, creo – como insignificantes.

Aclaro: no entro en consideraciones legales, me limito a sentimientos de pertenencia a una nación.

En ese entonces había dominicanos que se indignaban porque el actor Andrés García, hijo de españoles – de esos españoles que Trujillo, nieto de haitianos, trajo para “mejorar la raza” -, no se sintiera dominicano a pesar de haber nacido en nuestro país.

En ese entonces había dominicanos que se indignaban porque la tenista Mary Jo Fernández, hija de español y cubana – no se sintiera dominicana a pesar de haber nacido en nuestro país.

Ahora hay dominicanos que se indignan porque Juliana Deguis se siente dominicana porque nació y nunca abandonó nuestro país.

Si eso no es incoherencia, que alguna alma piadosa me diga lo que es.

No entiendo la causa de esta contradicción. Que alguna alma piadosa me saque de mi ignorancia.