III. El contorno dominicano

Para esa ejemplarización me valgo del caso dominicano a modo hipotético, asumiendo que sus principales rasgos constitutivos permiten ilustrar el devenir de la realidad democrática, sino en toda la América Latina, sí en Centroamérica y las Antillas Mayores en particular.

A falta de ideales compartidos y de proyectos y valores comunes, la sociedad dominicana se subdivide bajo el embrujo de distintas personalidades retocadas por la publicidad y el mercadeo con que pretenden ennoblecerse.

Ayer y todavía hoy, esa muchedumbre de yo/s parece alejada de cualquier forma de convivencia ordenada e institucionalizada bajo costumbres y preceptos derivados de consuetudinarias normas universales. Ni siquiera el derecho -en tanto que racionalidad universal de toda una sociedad- corrige esa situación. A la luz de los derrumbes y reveses escenificados en la historia política dominicana, hay que dar por sentado que en ese pasado no hubo cabida para lo que asume el imperativo categórico kantiano: “Toda política debe doblar su rodilla ante el Derecho” (Kant 1967). La política tradicional en la patria de Duarte no dobla su rodilla más que a la fuerza impuesta desde la cima del Estado.

La realidad dominicana deviene así la de un Estado repleto de gobernantes autoritarios y de leyes incumplidas, amén de 39 textos constitucionales, todos ajenos a la idiosincrasia de una población ensimismada en su conciencia originaria, primitiva, ajena a la moralidad y a la eticidad. Se adoptan voluntariamente acuerdos, contratos, protocolos, reglamentos, disposiciones, decretos, leyes y constituciones políticas que -no solo quienes los firman y proclaman, sino la misma población en general- los acatan con la velada intención de incumplirlos y violarlos.(1)

En tal ambiente, sin embargo, más que la abrumadora cantidad de normas y regulaciones derivadas del ordenamiento constitucional y jurídico de la sociedad dominicana, sobresalen la deformación y el mal funcionamiento de su aparataje institucional. Así lo confirma el sinfín de violaciones registradas, tanto de parte de los funcionarios que debieran servirle de paladín a las instituciones, como de los ciudadanos desprovistos de organización comunitaria y de conciencia común.

En el gran teatro del mundo dominicano, el relato original concluye en un entramado burocrático y disfuncional en el que actores y público en general asumen como algo natural la usurpación patrimonial de un Estado ilusamente moderno y de derecho democrático. En ese entramado sobre abundan los actores inmunes e impunes, tanto a la justicia, como a un ordenamiento universal para todos por igual.

De ahí que cada quien sospeche que todas las cosas y todos los sujetos tienen su precio.(2)

Los más poderosos llegan incluso a utilizar, tanto la Constitución política que da pie a dicho Estado de derecho, como a todos los poderes y expresiones administrativas de éste, a modo de fuerza motora con la que maniatan y controlan al pueblo e impiden que éste -como soberano que se le dice ser- pueda controlarlos e impedirles que acumulen aún más poder y que acrecienten nuevas y crecientes fortunas. Ante la autonomía del Estado y de los connotados poderes fácticos situados enfrente del ciudadano común, poco valor práctico se le concede a la condición civil de éste; y eso así, a pesar de la abundante publicidad retórica del orden constitucional y del preterido contrato social que debiera sobreponerse a todos por igual.

Por eso, el Estado de derecho dominicano efectivamente frágil y debilitado en su institucionalidad podrá ser político, pero más de uno dudará con razón de su carácter nacional (3). Los problemas que padece y resiente la ciudadanía se reproducen en el tiempo al absurdo. Pareciera ser que no hay forma de institucionalizar la sociedad bajo la égida de ni siquiera un bien común establecido por la voluntad general de la población y la subsecuente convivencia de todos y de todas por igual. No queda más opción que la vana ilusión de encontrar en el camino un buen déspota:

Por una especie de superviviencia atávica del pensamiento continental europeo, el pueblo dominicano conserva la ideología de los tiempos coloniales, proclama todavía el principio de la abstención política y entretiene la mental ilusión de que alguna vez encontrará un amo, un ´buen déspota´, que realice por sí solo todos los populares anhelos de justicia, libertad y prosperidad” (Álvarez 1974: 19; c. Moscoso Puello 1974: 42, 45-46).

Por supuesto, es a partir de esa comprensión entresacada por Federico C. Álvarez de su relectura de la historia del país, que toma valor su reafirmación democrática, en tanto que cimentada en la Constitución de San Cristóbal en 1844. Ésta “ejerció gran influencia en la mentalidad del pueblo dominicano, pues ella había sido dictada para fijar las bases de la política por nuestros antepasados, bajo una forma solemne, a pesar de que sus autores aprobaron el artículo 210, bajo la presión de la fuerza. Ese escrito deformado fue el gran opositor de la dictadura” (Álvarez 1970: 58).

En tanto que heredero de esa fuente de inspiración y de motivación, reconoce sin reservas que

La única salvación del país es la democracia, que no admite otra forma de escoger a los gobernantes que el voto pacífico del pueblo en los comicios. Los problemas económicos y sociales no se resuelven por la fuerza. Nos hemos empobrecido por las dictaduras, que sólo han hecho ricos a los dictadores. La nación debe regirse por la verdad que resulta del debate público y del libre juego de las instituciones constitucionalesNo hay, pues, una democracia para la autoridad, en la que no intervienen los ciudadanos independientes, sino una cooperación sincera de todas las personas aptas para deliberar y razonar sobre lo que más conviene a todos los dominicanos” (Ibid, 75-76, 77).(4)

Ahora bien, no obstante ese ideal inapelable, Álvarez agudamente identifica que lo que en el país se tilda y practica como “política” es una manzana envenenada que nos expulsa del paraíso y conduce al susodicho déspota, al que conducen “políticos profesionales” apandillados en una u otra agrupación o partido socio-político, en la medida en que tan solo defienden sus intereses individuales, siempre de espaldas a los intereses de quienes dicen representar y servir. Se consolida así una clase política que, contando con honrosas excepciones, prescinde de valores, principios e ideologías políticas, pues solo vela y atiende su cuota de poder y de riqueza en la plaza pública.

Ante la mirada escéptica de los más, la ciudadanía dominicana sabe que en materia de políticos una cosa es antes y otra después. Antes de llegar a un cargo el discurso es un rosario de cincuenta promesas y románticas virtudes, pero después de ser juramentado e investido comienza la hora de la postverdad. Es tiempo de acumular influencia, poder y fortunas, recuperando así la inversión monetaria que fuera realizada para promover aspiraciones y candidaturas.

La situación es aún peor en la cima de las agrupaciones y partidos políticos. Los profesionales no son los políticos sin más, sino una exclusiva cúpula de naturaleza tribal dividida en clanes cuyo culto de superioridad los conduce a reproducirse ad aeternum en la cúspide social de los salones cortesanos y en las mejores crónicas noticiosas de los medios de comunicación social. A modo de santos varones, los integrantes de ese linaje se creen inmunes a la vida civil mientras conserven su capacidad de tejer relatos intrigantes y redes de influencia y de enredos en cuanto pasillo y capilla aliente su pisada cortesana a través del sinfín y enredados meandros de la burocracia estatal dominicana.

Uno de los elementos más hirientes y dolorosos del incrustramiento de la clase política profesional en el cuerpo social dominicano es su ausencia de visión y de liderazgo. Ni siquiera cooperan en la composición y conformación de un “nosotros” inclusivo en medio de una nación invertebrada y al garete, -tanto en suelo patrio como cuando viaje en yola. Esa especie de costra clasista ni ha ayudado ni ayuda a la formación de una dominicanidad consciente de sí y de los demás. Tal y como reconoce Pérez Cabral (1976: 32) al analizar el decurso de esa comunidad mulata que integra al pueblo dominicano resultó imposible la integración del valor nacional como un atributo colectivo.

Toda la parafernalia discursiva a favor de la democracia post trujillista en el país desconoce que, como dicta el refrán popular, la fiebre no está en la sábana, sino como advirtiera siglos atrás Víctor Hugo en eso que tiene de “miserable” la condición humana.

Independiente del desenlace final de la tradición política dominicana, la percepción que se tiene analizando el comportamiento de ejecutivos provistos de la banda presidencial, -más próximos todos ellos a los monarcas absolutos del antiguo régimen francés que a los ejemplos del primer presidente estadounidense al dejar voluntariamente el poder presidencial o el de Máximo Gómez al no querer acceder a esa cima en Cuba-, es de importancia capital.

En resumen, entretenida en medio del Canal de la Mona y del Paso de los Vientos, la democracia dominicana atraviesa tiempos difíciles. Cada ciudadano alejado de su ideal -e “invisible ante el poder del Estado” (Fukuyama 2018)- se reproduce a sus anchas mientras deambula acosado de desilusiones, laborando a cuenta y riesgo propio, y rodeado cada día de más individuos ensimismados y desinteresados en la cosa pública.

De ahí que la ciudadanía permanezca pasmada por la multiplicación de las yolas y la “invasión de los idiotas” de la que en su día advirtiera al mundo entero Umberto Eco (2015).

Notas

  1. Eso es lo que testifica la posición de la República Dominicana en el Rule of Law Index 2016, el Índice de Desarrollo Humano (World Justice Project 2017; Samuel Tapia 2017; Álvarez 2017; Díaz 2017; PNUD 2014 y 2016; Shyam 2019: 179-194) y, a propósito de la independencia del Poder Judicial en el país, el Foro Económico Mundial (2018: 106-107).
  2. Esto no significa que no haya excepciones significativas, ver por ejemplo Espinal 2019.

  3. Lo que no ha habido en nuestro país es Estado nacional”, (Céspedes 2011: 219).

  4. Tan fundamental resulta ser esa deliberación y la disposición a concertar decisiones que para el autor citado no solo antes de mayo de 1961, sino que incluso después del tiranicidio de ese año no ha habido en el país un solo gobierno imbuido de espíritu democrático. Ni siquiera el salido libremente de las urnas en 1963 puesto que, según escribió, además de demagógico e inflexible, el gobierno de Bosch no supo distinguir entre “supremacía de la autoridad” y “soberanía de la nación”; y, por añadidura, ni siquiera practicó aquello que desde tiempos del ágora ateniense venía caracterizando las más diversas democracias occidentales: el diálogo como cimiento de un régimen democrático (Álvarez 1970: 70-72).