II. El quid de la democracia contemporánea

El pasado es prólogo del porvenir. Por eso retengo del recorrido precedente que la democracia es mucho más que constituciones políticas y elecciones más o menos libres. De ahí el aporte que Gerardo Munck (2007 y 2016), argentino y profesor de Yale tributa a sus coetáneos -fundamentalmente- en nuestra América latina.

Para Munck, democracia es más que celebración periódica y ordenada de procesos electorales en función de los cuales se traspasa ordenadamente el poder del Estado de unas manos a otras. La democracia no está circunscrita a los torneos electorales y a la participación en ellos. Tampoco es una concepción nominalista -además de minimalista- al estilo de lo que proponen Schumpeter (1942) o Dahl (1989; 1991) cuando hablan de método democrático con fines electorales.

En efecto, en adición a ser un sistema que cuenta con una justificación constitucional, así como elecciones inclusivas, limpias y competitivas para los puestos y dependencias estatales claves, la democracia según Munck se extiende a dos esferas adicionales del ordenamiento político característico del Estado de derecho:

(1ª) El entorno sociocultural de la política, es decir, los valores asumidos por la población y gracias a los cuales principios tales como por ejemplo libertad, igualdad, justicia y solidaridad, prevalecen en todo momento. Esos valores y sus principios no se desvirtúan ni se convierten en meras formalidades carentes de efectos prácticos y de consecuencias correctivas en medio de la rutina de cualquier grupo o sociedad que diga o pretenda vivir en democracia;

(2ª) El proceso de toma de decisiones del gobierno, integrado por el duplo participación ciudadana + instituciones públicas, que, para ser democrático, requiere el marco de referencia normativo en el que ambos lados de ese binomio se refuerzan positivamente entre sí.

De acuerdo a esa noción de democracia ampliada, el valor útil de un Estado, de un partido de gobierno o de un gobernante en específico no se mide tan solo por el número de obras materiales que realiza, las reformas que acomete, las piezas legislativas que aprueba, los favores, canonjías y privilegios que reparte o los lujos que ostenta cada funcionario; sino por la rectitud y el acatamiento al derecho con el que procede, el respeto a la dignidad de cada quien y el apoyo que merecen sus respectivas acciones públicas de parte del ciudadano que les otorga -o deniega- su debida legitimación.

Carentes de legitimidad, ni utilizando la fuerza física se querrá otorgar voluntaria y conscientemente el indispensable acuerdo -siempre momentáneo y circunstancial- al orden instituído y a su proceso de transformación en función de los derechos propios de la ciudadanía y los valores ciudadanos. De hecho, cuantas veces se registra el divorcio de la institucionalidad y el respaldo del buen ciudadano queda en evidencia la cruenta división de endebles regímenes democráticos desprovistos o en busca de su razón de ser constitutiva.

Es en ese contexto crucial que se requiere apostar a la prevalencia de la democracia ante las mañas y fuerza del más poderoso, tal y como ejemplifico a partir del caso dominicano.