Prólogo

La democracia latinoamericana no es ni más ni menos que una apuesta de la población en general por obtener un mejor presente y un porvenir más sostenible. En juego está la prevalencia de su cara más noble -por medio de la construcción libre y consciente de acuerdos nacionales en aras de una causa común- o su derrota final -infligida por un golpe artero salido de la mano de alguna figura autoritaria o despótica desde su cara más oculta.

De ahí por qué se apuesta a lo mejor de la democracia y por qué la crítica a todo lo que en ella es alevoso, oculto y superable.

La siguiente exposición la realizaré en cuatro momentos. Primero, haré un suscinto recuento del surgimiento de regímenes pretendidamente democráticos al sur del Río Grande. Segundo, presto atención a una versión conceptual de democracia ampliada y, haciéndome eco del historiador mexicano, Enrique Krauze, asumo con él su grito de combate intelectual en la materia: “Con la democracia todo, contra la democracia nada . (1)

Tercero, me referiré al caso dominicano per se, -pero solo a modo hipotético, como si su proceso de formación tuviera algo o mucho de similar a lo que acontece en el presente latinoamericano-, aunque lo hago sabiendo que queda por demostrar en qué medida tiene rasgos similares a los de todos los sistemas políticos americanos, particularmente en las Antillas Mayores y en Centroamérica.

Por vía de consecuencia, cuarto y último, apuesto al régimen democrático como tal, a pesar de su tendencia factual al autoritarismo presidencialista, a la hiperburocratización de todos los procesos, a profundas desigualdades de oportunidades y de realizaciones de la población, y sobre todo, consciente de la afortunada expresión de Peter Sloterdijk: “El filósofo es un pobre diablo condenado a citarse a sí mismo continuamente”, de lo que llega arrastrado por el espíritu del tiempo presente.

I. Raíces americanas

La cultura democrática se asocia en la tradición occidental a una ciudadanía activa, deliberante, de la mano de un ciudadano políticamente vigilante de sus instituciones, derechos y libertades. De ahí que ciudadanos políticamente pasivos, apáticos y desentendidos de la cosa pública encaminan la sociedad hacia una ciudadanía indolente, dócil o -como ya se adivierte desde el ámbito internacional- “inconsistente con la democracia” (The Economic Intelligence Unit: 2017: 63). 

Las raíces políticas de dicha ciudadanía ambivalente hoy día yacen, en pleno siglo XXI, en la historia de esa geografía que José Martí bautizó en 1891 como “nuestra América” (2005). A propósito de ellas Bolívar escribió en su Carta de Jamaica (1815) que “los americanos… no ocupan otro lugar en la sociedad (colonial) que el de siervos propios para el trabajo, y cuando más el de simples consumidores”. Su conclusión debiera estremecer:

De cuanto he referido, será fácil colegir que la América no estaba preparada para desprenderse de la metrópoli, como súbitamente sucedió por el efecto de las ilegítimas cesiones de Bayona… Los acontecimientos de la Tierra Firme nos han probado que las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales… En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina” (Bolívar 1815: 13, 15-16, 23; ver 1819: 1-2).

Pocas cosas tan interesantes en el mundo de la realpolitik latinoamericana, como esa contrariedad que el Libertador constata entre instituciones republicanas y la idiosincrasia cultural de los conciudadanos.

Pero, entre otras tantas cuestiones, en qué se fija Bolívar a la hora de prever “nuestra ruina”? A falta de prueba en contrario, a esa variante criolla del bonapartismo, a propósito del cual, en su Discurso ante el Congreso de Angostura (1819), advirtió que es la que corroe el orden establecido.

La continuación de la autoridad en un mismo individuo frecuentemente ha sido el término de los gobiernos democráticos. Las repetidas elecciones son esenciales en los sistemas populares, porque nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se acostumbra a mandarlo; de donde se origina la usurpación y la tiranía”, (Bolívar 1819: 2).

Avanzan los años, progresan los pueblos, se sienten y perciben los cambios y mejoras materiales, empero, el remedio que Bolívar recetó para subsanar la contrariedad encarnada por la no alternabilidad del poder sigue siendo un hito crítico en la historia americana. Su remedio a la docilidad del pueblo y los abusos desde el poder estatal no fue el mismo antídoto al que se recurrió en la República Dominicana de Santana, con la vuelta al pasado por medio de la Anexión a la corona española en 1861; pero sí igualmente cuestionable.

Exaltando las vitudes de la experiencia anglosajona, -fijándose en esa otra porción de América que según lo escrito por el Apóstol cubano era “el norte revuelto y brutal que nos desprecia” (Martí 1895)-, Bolívar afirmó sin temor ni reserva alguna que “los Estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra”, (1815: 23).

Lamentablemente, bien sabemos cómo terminó ese errado experimento político de tutela, primero en la República Dominicana, posteriormente en un México pseudo imperial y austríaco, y posteriormente en la cuenca del Gran Caribe transida por US Marines e incluso más recientemente de protectorados de las Naciones Unidas.

Así, pues, independientemente del pretendido quehacer de gobiernos paternales e incluso de protectorados internacionales en suelo americano, el impacto negativo de quienes hoy día ejercen el poder estatal viciando y corroyendo el orden democrático en nuestra América lleva a hablar de la “post-democracia latinoamericana” (Schamis 2019), a mi entender, verdadera anti-democracia. 

En la actualidad se entiende por democracia -no una cultura ni un modo de vida, sino- un método y una forma de gobierno. Como método, la democracia es un haz de procedimientos para llegar al poder estatal (elecciones libres, justas y transparentes, con ejercicio irrestricto de la ciudadanía), alternarlo por vía de las urnas y así evitar la usurpación advertida por Bolívar. Y como forma de gobierno, ella no es asunto de contenidos ideológicos y/o programáticos, sino de modalidades para actuar (separación de poderes, única manera ideal de proteger las libertades y los derechos garantizados por normas jurídicas relativamente estables), de conformidad siempre con lo consignado en la Constitución política de cada pueblo.

Ahora bien, si eso es lo que hoy se entiende por democracia, su conditio sine qua non es la existencia efectiva del Estado de derecho. Esa institución, como política que es, termina siendo la única que puede darle cabida a aquel método y a aquella forma de gobierno en un cuerpo burocrático e institucional garante de contenido y finalidad democrática. 

Pero por eso mismo, en una sociedad latinoamericana cualquiera en la que ni siquiera se respetan el espíritu y la magnanimidad universal de la ley fundamental, los derechos ciudadanos más inalienables, la equidad de oportunidades, los bienes públicos o el régimen de convivencia y de consecuencia previsto por las leyes, difícilmente pueda hablarse de un Estado de derecho democrático.

Sin disciplina ciudadana y respeto al derecho, es un contrasentido hablar de democracia; pues, tanto el método como la forma gubernamental estarían constreñidos por los intereses y despropósitos de quien o de quienes ejercen el poder del Estado sin que en ellos prime la voluntad general de la población ni otra universalidad y límite que los de la fuerza y libre albedrío del gobernante de turno.

Por consiguiente, ¡cuán confuso resulta el espíritu del tiempo presente en nuestra post-democracia regional, postrado como está en el ágora pública del presidencialismo!

Tanto si se mira hacia países donde:

  1. Se pretendió o aún se pretende institucionalizar “repúblicas con monarcas”, -independientemente de variantes tipo Paraguay (Alfredo Stroessner), Cuba (Fidel y Raúl Castro), Bolivia (Evo Morales), Venezuela (Hugo Chávez, Nicolás Maduro), Nicaragua (Daniel Ortega), Ecuador (Rafael Correa)-;

como

      2. Si se evalúan los intentos cuyo objetivo final ha sido modificar la regla constitucional de la reelección “desde el poder, o muy cerca de él, en beneficio propio” para mantenerse o retornar a la                 cima del Estado -tal y como ejemplifican Fernando Henríque Cardoso en Brasil, Carlos Menem en Argentina, Oscar Arias en Costa Rica, Hipólito Mejía y Danilo Medina en la República                        Dominicana;

o bien,

        3. Si se instauraron o pretendieron instaurar dinastías familiares al frente del Estado, entre las más connotadas la somosista en Nicaragua, la trujillista en la República Dominicana o la duvalierista en Haití.

En todas las instancias, -repúblicas con monarcas o presidentes con ínfulas de vitalicios-, se revela que la práctica de “utilizar trucos jurídicos para prolongar la estadía en el poder es siempre conducente al personalismo” postdemocrático (Op.cit.)

En resumidas cuentas, a través de las transformaciones generales derivadas de la colonización en América Latina, lo significativo ha sido que en términos generales los ciudadanos no hemos contado con el aval de una cultura democrática que sustente el Estado de derecho democrático y que por ende promueva la participación ciudadana en la cosa pública.

 

Notas

 

  1. A propósito del pasado mexicano Enrique Krause concluye que “la única legitimidad para acceder al poder, y para ejercerlo, era la democracia. Respetando sus reglas (en particular la del respeto a las minorías), honrando las leyes, las instituciones y las libertades, la competencia ideológica podía ser despiadada. Pero la violación de esas reglas era absolutamente inadmisible. Con la democracia todo, contra la democracia nada” (Krauze 2017).