El comportamiento político del presidente Trump-impredecible y pobremente protocolar-, que además suele poner detrás de cada mesa de negociación el poderío militar que representa como argumento de disuasión, pasó de una postura inicial de amenazas y desconocimiento de acuerdos multilaterales e instituciones relevantes del mundo actual, a la consumación de medidas que pocos analistas de renombre pudieron imaginarse hace apenas dos años.
Lo peor, Donald Trump, actuando prácticamente de espaldas a sus principales consejeros, cuestiona a fondo la gobernanza del comercio mundial, induciendo un alto nivel de incertidumbre al esperanzador proceso de redefinición en marcha del comercio mundial, afectado en sus resortes fundamentales por la gran crisis financiera de 2007-2009.
Esgrimiendo el lema América Primero (y parece que solamente para los americanos), el presidente se inclina cada vez más por el proteccionismo, que todos suponíamos reposando apaciblemente en el cementerio global. Hace práctico un giro radical desde el multilateralismo al bilateralismo del garrote y las amenazas, sumando a ello el interés de reducción de su astronómico déficit comercial y relocalización de las industrias y el empleo en suelo norteamericano.
Las políticas en marcha ponen en entredicho un sistema que se fraguó pacientemente desde la conocida Cumbre de los Aliados (1941-1945) y los Acuerdos de Bretton Woods (1944). Estos dos acontecimientos fundaron de hecho un sistema monetario y financiero multilateral de respaldo a la liberalización del comercio internacional, justificando la aparición y consolidación de la más amplia red de instituciones y mecanismos multilaterales de la diplomacia económica.
Trump desde el primer momento pone en entredicho la pertinencia de la Organización Mundial de Comercio (OMC), que es una organización para la liberalización progresiva del comercio y el fomento del crecimiento económico y de los niveles de vida de sus miembros. Su enorme importancia actual radica en que también es, simultáneamente, un foro para las negociaciones comerciales, un conjunto de normas comerciales y un lugar para resolver las diferencias comerciales.
Sus planteamientos anti OMC fueron reiterados de la manera más explícita y virulenta muy tempranamente, en la sesión inaugural de la cumbre de la APEC (noviembre de 2017), siglas que significan “Cooperación Económica de Asia-Pacífico”, organización que aglutina a 21 países cuyas economías responden nada menos que por el 60% del PIB de todo el planeta.
Allí planteó, ante los estupefactos Xi Jinping y Shinzo Abea, su determinación de colaborar con los países de la APEC mientras "acaten acuerdos comerciales justos y recíprocos". Según su doctrina, que bien podríamos denominar América primero y para los americanos, la política comercial mantenida por las administraciones que le precedieron ha costado "millones de trabajos estadounidenses".
El presidente retiró a los Estados Unidos del Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP) que venía negociando con Australia, Brunéi, Canadá, Chile, Japón, Malasia, México, Nueva Zelanda, Perú, Singapur y Vietnam (grupo representativo del 40% de la economía mundial), lo mismo que del Acuerdo sobre el Comercio de Servicios (TISA). También inició las negociaciones para “modernizar” el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), poniendo en duda al mismo tiempo la operatividad útil de los acuerdos comerciales con Chile, Colombia, Panamá, Perú y los países centroamericanos y la República Dominicana, instrumentos que podrían ser renegociados una vez concluya el esfuerzo ya desplegado con el TLCAN.
Todas estas intenciones y hechos apuntan, entre otros posibles escenarios, a la culminación en el mediano plazo de acuerdos bilaterales con el Japón y otros socios en Asia, un TLCAN ajustado a la nueva política comercial anunciada, acuerdos bilaterales con el Reino Unido y el logro de condiciones mucho más ventajosas en las muy posibles renegociaciones con los países sudamericanos, centroamericanos y República Dominicana. En este contexto, sus ataques a la OMC persiguen obviamente el logro de una desmedida autonomía para desarrollar y aplicar leyes nacionales en temas comerciales y fiscales.
El proteccionismo norteamericano arrecia con la imposición de aranceles a sus principales socios comerciales. El 8 de marzo de 2018, Trump firmó la orden que impone un impuesto del 25 % al acero y del 10 % al aluminio procedentes del exterior, otorgando en ese momento un plazo a la UE y otros socios comerciales, como Canadá y México. El término del plazo terminó con el informe de esta semana del secretario de Comercio de los Estados Unidos, Wilbur Ross, que declara la imposición de aranceles sobre el acero y el aluminio de la Unión Europea, Canadá y México, en los niveles prometidos.
El presidente Trump también anunció el 29 de mayo que introducirá aranceles del 25 % —por valor de 50,000 millones de dólares— contra productos tecnológicos importados de China y promete dar a conocer la lista de los bienes gravados el próximo 15 de junio, esto en contradicción con acuerdos bilaterales previamente alcanzados.
Al terminar de escribir estas líneas, nos enteramos de que, desde sus baterías anti multilateralismo emplazadas en Twitter (por aquello de las falsas noticias producidas por medios que califica de mentirosos), el presidente ha instado a Canadá a abrir sus mercados y eliminar las barreras comerciales contra la industria agrícola estadounidense. La razón que esgrime el presidente es que “Canadá ha tratado a nuestro negocio agrícola y a nuestros agricultores muy mal por un período de tiempo muy largo”.
No cabe duda de que la imposición de aranceles y las exigencias de apertura comercial prácticamente unilaterales y por lo demás agresivas, abarcarán a todos los países con los cuales los Estados Unidos mantienen balances de comercio significativamente deficitarios.
El motín de los socios tradicionales del gigante norteamericano apenas comienza. Francia promete “no ser azotada por este tipo de medidas unilaterales y agresivas"; la UE ya tiene preparadas fuertes contramedidas e insinúa la imposición inmediata de gravámenes a las motocicletas, jeans y bourbon norteamericanos; la ministra de Exteriores de Canadá, Chrystia Freeland, promete respuestas apropiadas y “defender a sus trabajadores”; China, que responde por el 40% de la expansión del PIB mundial, dice que luchará hasta las últimas consecuencias si la guerra comercial se consolida, afirmando que los Estados Unidos (por no decir Trump) “sufre un grave delirio”.
Una guerra comercial en gran escala está en ciernes. Nos preguntamos si, en este nuevo escenario, donde los acuerdos incluso bilaterales son desconocidos al otro día de haber sido adoptados, la economía global logrará reponerse y alcanzar la senda virtuosa observada antes de la gran crisis 2007-2009. Nos preguntamos si el efecto neto de este brusco cambio de política de la primera potencia mundial finalmente terminará beneficiando a los norteamericanos y al mundo.
No podemos perder de vista que las “sanciones” norteamericanas sin previo aviso a quienes considera las principales amenazas para el dominio global absoluto de los Estados Unidos, también afectan de manera significativa el comercio mundial por la vía de la interrupción de grandes negocios entre actores económicos importantes del mundo (Rusia, Irán, Siria y varias potencias europeas).