Imagino que con este título, ya mi grupo de admiradores patrióticos se acercarán asegurando que disfruto provocar. Sin aclarar la veracidad o no de esto último, os puedo jurar que no es mi fin, como tampoco me preocupa que piensen si es mi intención. De hecho, no me gusta saturar sobre un tema, de eso ya se están encargando los nazionalistas y los medios de comunicación, de hastiarnos y saturarnos hasta que supuremos veneno por la piel, con el tema haitiano. Pero resulta que he vivido un experiencia corta, pero nada ligera en su lectura social, y quiero compartirla, sea que usted me quiera leer, atacarme o sencillamente pasar de mí. Vea que hasta vengo con menú de opciones.

Ya lo había contado algo en mis redes. Mi auto vintage (viejo pero con vigencia) estaba en manos del mecánico -un señor nacido y criado en Narnia o en el País de las Maravillas, porque resulta que entregando el carro sin hacerme acompañar de un hombre que “me represente”, para que no me engañen, pues sencillamente ¡no me estafa, no me engaña!- De esta forma, pude vivir la aventura de volver, así sea por solo dos oportunidades, al fantásticamente precario e indigno mundo del transporte público. Tan pronto me senté en el asiento delantero, concluí que el joven que me separaba del chofer había tenido algún tipo de disgusto con el jabón y el agua esa mañana. Pero nada… el viento ayudaba.

Me encontré escuchando las mismas charlas de siete años atrás, antes de adquirir mi súper clásico. El tapón, el AMET culpable de todo porque el semáforo sí funciona. En fin, los mismos dilemas; siete años y no tenía novedades. El tema de la corrupción y los no-funcionarios que nos gastamos nos entretuvo por varias esquinas, hasta que, sin darme cuenta, Haití y Pedernales hicieron acto de presencia.

De repente, tal y como le conté a algunos, los cerebros cerraron puertas y ventanas, los procesos sinápticos recogieron la ropa de los cordeles y se trancaron en sus casas; todo se volvió rechazo, odio, veneno; todo era sobre  lo mala que son esa gente”. El oxígeno en el automóvil se volvió azufrado sin que ello tuviera que ver con mi compañero de asiento. El chofer contó varias historias tétricas sobre “lo mala que pueden llegar a ser esa gente”. El tapón hacía lo suyo y un recorrido no tan largo se volvió casi histórico. Un inocente comentario de mi parte, basado en las leyes migratorias, me valió una sentencia por parte del chofer: -e’ta habla así seguro porque tiene un novio haitiano-.

Yo, que sé lo que ocurre con las personas que han elegido una postura, que no se salen de ella ni en día feriado, hago acuerdos con mi lengua y me clausuro. Sin duda, mi esquina se acerca, y ellos siguen en su odio y con variados ejemplos. Pero me conozco, rompo mi acuerdo y abro la boca para citar casos de europeos que trafican en el negocio de la prostitución infantil en zonas turísticas del país, ante la mirada ciega de las autoridades. Le hablé al viento, eso sirvió de nada, pero de nada, es más, creo que ni escucharon.

Pedí mi parada sintiendo un peso en el pecho. -La agenda va perfecta, según me doy cuenta-, pienso. Y los que no caemos en ella, los que no la seguimos, deberemos redoblar esfuerzos, porque, como he aprendido y dicho antes, el odio hace más ruido que el amor. Me salgo del auto deseando un buenos días en general y el chofer grita nuevamente su sentencia: –¡tú tienes un novio haitiano!- Cruzo la calle, que milagrosamente tenía el paso de peatón despejado. Me conozco, se de mis bordes y decido no pensar más en el tema porque en ocasiones me drena y no quería probar si esta sería una de ellas.

Es entonces cuando veo a esta chica cruzando la calle. De inmediato conecté con mi pasión por la belleza de la mujer en general, pero sobre todo, la dominicana. ¡Qué bellas que son las mujeres dominicanas! -Favor excluir a las tetonas, culonas, y de cintura de avispa, operadas.-. Mientras caminaba, la escasa brisa le levantaba ligeramente los mechones de su pelo liso negro, uno que casi rozaba su bien proporcionada cintura. Llevaba pantalones jeans ceñidos, perfectos; no era flaca, no era gorda, solo estaba cincelada. Usaba una blusa que contrastaba de maravilla con el azul marino del pantalón. Era de un color marrón extraño, como cuando mezclas mostaza con miel. La llevaba por fuera y apenas insinuaba su torso. Debo aclarar que la vi desde atrás, traté de alcanzarla y verle la cara, pero no pude. Capaz y no tenía ojos, u orejas, ¿quién sabe? Igual, yo ya había decidido que era bella.

Mi novio haitiano ya ni existía. Yo estaba armando la historia en mi cabeza: estaba en la muchacha, pero por la belleza, que para mí carece de género. La mujer seguía "a millón"; no lleva bolso ni cartera; ¿dije muchacha? Es que la asumí joven. Reparé en sus sandalias marrones y planas. Me encantó ese detalle.

Al final llegué a mi destino y estas líneas ya estaban tejidas. Ella se perdía una esquina después, como se pierden los barcos allá, en la última línea del océano. Lo más que pude ver fue cuando reunía su melena e intentaba anudarla en una suerte de moño. Seguro sentía calor.

Entré a la oficina sola, pues el novio ya no estaba. Mi pecho iba en calma y la chica, pues la chica está en estas letras.