Es importante y prudente destacar que la mayoría de estas novelas empiezan a cobrar espacio de valores entre finales de siglo XX y comienzos del siglo XXI. Así las cosas, la aparición de El Halcón de Yasar Kenal (2002), Leonor de Aquitania de Pamela Kaufman (2003), Madre tierra de Sue Harrisson (1999), Herejes de Dune, Frank Herbert (1995), Dune. La casa de los atreides de Brian Herbert y Kevin J. Anderson (2000), Siro de David Ignatius (1992), así como importante debe ser la lectura de las novelas de Matilde Asensi en este sentido: Peregrinatio (2004), Jacobus (2000), El último Catón (2001) y El origen perdido (2003).

Todas estas novelas y las anteriores citadas se inscriben en una búsqueda que en muchos casos quieren superar el género como estricto discurso narrativo y particularizar una intencionalidad que motiva, en lo real, un conflicto de interpretación de ideas y fórmulas plausibles como se puede observar en El hombre que tenía miedo al mar de Abel Caballero (2002), las novelas voluminosas y profundamente raigales de Peter Berling: La condesa hereje (2003), El cáliz negro (2003), Los hijos de Grial (2004) y La corona del mundo (2003).

Se trata de leer la historia desde el cuerpo de la novela, y a la vez la narración novelesca como archivo y memoria heroica en tiempos de destrucción de las certezas religiosas, morales, científicas  e históricas.

El elemento reconfigurador del texto literario tardomoderno permite comprender que la necesidad de nuevas historias o nuevas lecturas de temas históricos remite a la historia misma de las formas literarias y con ello a la tradición escrita. La prosa de ficción y la narratividad histórica traducen un orden espacial, temporal y heroico, tal como podemos ver en las novelas El hombre de las cruzadas de Michael Einer (2002), Calígula, el dios cruel, de Siegfried Obermeier (1995), La ciudad sagrada de Douglas Preston y Lincoln Child (2004), El sueño de Escipión de Iain Pears (2003), Moisés, el faraón rebelde (2004), La tumba del Nilo (2004), El templo de Horus (2001) de Bernard Simonay.

Así pues, en el mismo registro narrativo, la historia se quiere contar como fábula o esqueleto de base de la narración. Los signos de la alteridad y la memoria aparecen también como gestos de una crisis y una crítica a los diversos relatos de Oriente y Occidente como se puede leer en las novelas de Gerald Messadié: Moisés. Un príncipe sin corona (1999), Moisés. El profeta fundador (1999). En una línea más permisiva y hasta involutiva, encontramos los rasgos e índices de una historicidad heroica y epocal en textos novelescos como Cleopatra. La reina del Nilo (1998), de Michel Peyramaure; A la sombra del Vaticano de Marcelo Pestarino, El primer hombre (2001), de Collen McCullough, La Roca. El altar de las tres culturas (2003) de Kanan Makirja; Carlomagno (2002) de Harold Lamb; Los mosaicos de Sarantium (2001) de Gury Gavriel Kay; El auriga de Hispania de Jesús Maeso de la Torre (2004).

Visiones historiológicas, visiones religiosas y culturales, estructuras ideológicas posnacionales y postmetafísicas, personajes de contrucción misteriosas y ambiguas se agazapan, se esconden y echan raíces en el tejido de la novela actual, haciendo posibles textos crípticos,  cautivantes, cuerpos imaginarios y espacios de relevancia. Así, Pompeya de Maja Lundgren (2004), Trovador de Clara Pierre (2000), El enigma Caravaggio de Peter Robb (2004) y El Bosque de Edward Rutherfurd (2002), constituyen trazados narrativos y artísticos que forman parte de las cardinales históricas de la ficción literaria o la llamada prosa histórica de ficción.

Una arqueología de la novela histórica actual y de su extensión a la novela de búsqueda espiritual puede revelar aportes en cuanto a la calidad de los ejes narrativos y, ante todo, en cuanto a la vida de las imágenes ligadas a modos de inscribir, escribir o describir testimonios y relatos individuales establecidos en manuscritos o documentos escondidos o enterrados en botellas, jarras, tinajas u otros recipientes.

A partir de que Umberto Eco publica su conocida novela titulada El nombre de la rosa y luego publica El péndulo de Foucault, para en la actualidad publicar una novela como Baudolino y La misteriosa llama de la reina Loana (2005), se ha estado constituyendo una relación marcada entre estructuras temáticas y diacrónicas y formas discursivas recicladas del género novela. Cuando estalló El nombre de la rosa (1980), mediante una crítica y un análisis polifocal de un texto novelesco poliestratificado, Eco publicó unas Apostillas a El nombre de la Rosa (1980). El semiólogo y novelista italiano escribió una novela donde se hizo visible un giro narrativo apoyado en textos medievales y alto-renacentistas y en una hemeneusis literaria o proceso de interpretación que llamó la atención a ciertos novelistas principalmente norteamericanos e ingleses.

Cuando apareció Ángeles y Demonios (2002) 2004) y El código da Vinci de Dan Brown (2003), el terreno ya estaba preparado para una lectura “curiosa” de algunos temas sobre persecuciones, detectivismo histórico, envenenamientos de figuras importantes, abadías destruidas o quemadas por el fuego corrosivo de la imaginación, descubrimientos de secretos, incorporación de símbolos masónicos, herejías, sectas y desapariciones de manuscritos originales, entre otros.

¿Qué lugar ocupa en este contexto El código da Vinci de Dan Brown? ¿Cuáles lecturas le sirvieron de base a esta novela? ¿Cuál es, en este sentido, el carácter de esta ficción que se quiere leer como “realidad”? ¿Qué quiere obtener o lograr el mercado literario con este producto literario y a la vez collage textual postmoderno?

El lector de nuestros días que está ávido de relecturas y metalecturas históricas, que desea hoy más que nunca revelaciones “fáciles” y sobre todo relatos bien adecuados a la circunstancia de ruptura y destrucción de certezas, ve en esta novela, secuencialmente equilibrada en sus bordes y centros enunciativos, un apoyo intencional de inscripción o adscripción a nuevos principios y nuevas miradas históricas a través de la novela.