“Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales”. Quien escribía así hace un siglo era el escritor francés Paul Valéry. En medio de los escombros dejados por la Primera Guerra Mundial, sin imaginarse siquiera la dantesca dimensión que alcanzarían los estragos de la Segunda Guerra Mundial, los millones de personas exterminadas en el Holocausto nazi y los millones más que morirían en las guerras calientes y frías en la segunda posguerra, en las hambrunas, ejecuciones sumarias y genocidios perpetrados por regímenes totalitarios y de toda estirpe, y sin contar el terror atómico desatado por Estados Unidos en Hiroshima y Nagasaki, contenido apenas por la macabra doctrina de la “destrucción mutua asegurada”, Valery escribía lo que resultaría pasmosamente premonitorio.
Hoy, al igual que 1919, o quizás con mayor intensidad, como nunca en la historia de la humanidad, con el Covid-19, no solo “nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales”, sino, sobre todo, “sentimos que una civilización tiene la misma fragilidad que una vida”. Pero más aún, no es solo que la civilización podría desaparecer: también nuestra especie misma. Y es paradójico que así sea dado los niveles de avance científico que ha alcanzado nuestra civilización y que permitían anticipar la pandemia. Como decía recientemente en una entrevista Eudald Carbonell, uno de los mayores expertos españoles en la evolución del ser humano, “me alucina que una especie tan inteligente no tenga un protocolo ante el ataque de una molécula. Somos capaces de destruir un meteorito con un misil nuclear, con las graves consecuencias que eso tendría, pero para algo tan endogámico del planeta como un virus no existe un protocolo universal consensuado. ¿Por qué? Porque no tenemos conciencia crítica de especie”.
Y he ahí el dato fundamental: solo la “conciencia crítica de especie” permitirá a los humanos sobrevivir y prosperar en la Tierra. Por ello, no es el simple y necesario cambio de modelo económico, de uno “neoliberal” a uno comprometido con el Estado social y los derechos socioeconómicos de las personas, el del ingreso básico universal y el de un sistema de salud accesible plenamente para todos, ni siquiera una renovada confianza en y un convencido apoyo político y económico a la ciencia, con los debidos controles democráticos, lo que nos permitirá recuperarnos tras el virus. A fin de cuentas, como señalaba Carl Schmitt, “el gran empresario no tiene un ideal diferente al de Lenin, esto es, una ´tierra electrificada´. Ellos se pelean entre sí solo acerca del correcto método de electrificación”. En otras palabras, hay que cambiar no solo el modelo económico y la relación Estado/sociedad/ciencia, sino, también y sobre todo, salir de la lógica barbárica de una “razón instrumental” (Horkheimer), que no es de izquierda ni de derecha, sino manca, o sea, propia del dominio económico y científico que emerge de la era [pos] moderna industrial y que explica que se haga negocio en medio de la pandemia a costa de los necesitados, se aplique el darwinismo social en el tratamiento médico de los contagiados más viejos y se entienda la crisis en términos estrictamente económicos de cuando terminar el confinamiento y relanzar la economía sometida al coma inducido del cierre de empresas y del cese del consumo.
Ahora que, confinados o hospitalizados, contagiados o no, en carne propia experimentamos que se siente cuando una economía se para y una civilización se extingue, que se manifiesta “la obsolescencia del hombre” (Günther Anders) ante crecientes “riesgos existenciales” generados o intensificados por los mismos seres humanos (genocidios, guerras nucleares, catástrofes genéticas o virales y la destrucción de la Tierra en la era del Antropoceno), ahora es obvio que nosotros, los humanos, armados del “principio de responsabilidad” (Hans Jonas) y del “principio esperanza” (Ernst Bloch), debemos adoptar una “ética mundial” (Hans Kung), una “Ética planetaria desde el Gran Sur” (Leonardo Boff), una “Constitución de la Tierra” (Ferrajoli), una verdadera globalización que establezca más justas y empáticas (Jeremy Rifkin) relaciones humanas, que humanice la política, la economía y la ciencia y tome en cuenta a los seres presentes y futuros, que nos obligue a asumir nuestra responsabilidad frente a la “Casa Común” y los seres vivos que la habitan y habitarán, que establezca una biopolítica democrática y republicana de la vida (José Antonio Pérez Tapia), una ética del cuidado de si y de los demás (Foucault, Boff) para intentar así, no simplemente retornar a una “nueva normalidad”, sino hacer real la utopía concreta y posible de un mundo democrático, libre, fraterno, justo y sostenible.