La pobreza es la condición social más nefasta y degradante de la humanidad. Imagino comprender como que este infortunio se debe a dos fundamentales causas: eventos fortuitos que se los adjudican las catástrofes naturales, y sucesos provocados que se imputan a los actores de los conflictos bélicos. Ambas generan pobreza, pero este fenómeno también lo puede causar un complejo proceso en el modo de convivencia de los grupos sociales. El fenómeno de la pobreza lo propongo como una patología en los seres humanos que tiene su etiología en la “ignorancia”. Se define a la ignorancia como la “falta de instrucción general o de conocimientos”.

Esta prosopopeya ilustra a la ignorancia como una condición congénita en el ser humano, susceptible de enfermarse y que nace con un propósito ambiguo, puesto que su atributo puede ser una ficción. La ignorancia usurpa un espacio temporal que le da su existencia, pero que le corresponde al antónimo que le sucede: la sabiduría.

Figurándola como enfermedad, la ignorancia es versátil, capaz de renunciar a su definición y transformarse en lo que le opone. Dejar a la ignorancia en el estado que la define resulta una aberración dañina en el tiempo. Como condición congénita de la especie humana, esta debería de jugar un papel temporal, accesorio y extintivo, porque nace con una aspiración que la transforme. Su manifestación en su proceso de vida, bien puede perpetuarse inconformemente en su naturaleza inicial, o bien puede transformarse como figuradamente lo harían ciertas especies a través de la metamorfosis. El elemento esencialmente distintivo en esta comparación sobre el abstracto de la ignorancia y el fenómeno de la metamorfosis en una especie animal es, que inminentemente, la ley biológica transformará a la especie en un cuerpo evolucionado, pero la ignorancia es como un robot con amplia capacidad programable, que espera por la instrucción que determina su plenitud de acción.

Si la ignorancia intentara accionar racionalmente por su propia voluntad, no podría, porque tiene el mandato de entregarse abiertamente a la subordinación del órgano llamado a guiarla e instruirla: el cerebro. En un cerebro atrofiado, la condición congénita de la ignorancia se acepta definitivamente en su estado puro; tiene la sutileza de identificar cuándo el medio llamado a guiarla no está en capacidad de satisfacer sus expectativas de transformación, por lo que acepta el destino de la resignación. Por el contrario, cuando la ignorancia reside en un cerebro en condición normal, no se acepta en su definición conceptual, porque le perturba ese impulso desconocido que la mantiene inquieta, ansiosa y a la expectativa de experimentar la transformación de su despectivo significado. Aun así, sucede que en un cerebro sano, luego de atravesar por un sentimiento de negación similar al de la primera etapa de un proceso tanatológico, la ignorancia finalmente también puede terminar aceptando y asumiendo su inducida aberración existencial, porque es que en un cerebro sano, la ignorancia por igual carece de autonomía.

Cuando la ignorancia se descuida de recibir el ejercicio de la instrucción, se enferma y su instinto se distorsiona, lo que la confunde en su identidad y en su propósito existencial. Como no pude accionar racionalmente, su enfermedad entra en un estado crónico de insalubridad.

La ignorancia como enfermedad potencialmente incapacitante de la cognición humana tiene un cuadro sintomático diverso; pueden ser síntomas combinados o aislados, aunque indistintamente de iguales impactos. El egoísmo, la vanagloria, la ira, la avaricia, la soberbia, la envidia, así como otros, son síntomas comunes de esta enfermedad en su lento proceso crónico de evolución. El dispositivo conductual que evacua su sintomatología, individual o combinada, es la “imprudencia”.

Cuando un ser humano acepta como parte habitual de su vida una ignorancia crónicamente enferma, esta entra en un proceso de desarrollo imperceptiblemente latente, aunque en ocasiones manifestándose a través de brotes instintivos. Paralelamente a esto, la ignorancia enferma, desmoraliza las complejas emociones de la especie humana; la ignorancia siente que nunca pudo emprender el viaje que le llevaría a la transición de transformación que justificó su nacimiento, volviéndola entonces egoísta e indiferente.

Individualmente, la enfermedad crónica de la ignorancia puede perpetuarse sin mucha incidencia en el órgano que la ocupa, pero cuando interactúa con su entorno social, es potencialmente dañina hasta para sí misma, puesto que no ha sido alimentada por el conocimiento. No se permite discernir de sus acciones y comportamiento hacia su entorno. Como la enfermedad obstaculiza la salud cognitiva del cerebro, el instinto se convierte en su principal mentor, en ocasiones moderado, pero siempre inmediatista por antonomasia. El instinto, como medio de subsistencia en el estado crónico de la enfermedad e inmerso en su conciencia incipiente, se desentiende de los fenómenos y cambios que se van dando en la sociedad con la que su órgano-guía interactúa.

No transformar el estado benignamente inicial y congénito de la ignorancia hacia la sabiduría, dejándola estática para que enferme y pase a lo crónico, puede desembocar en efectos potencialmente irreversibles para la persona que la descuidó; el cerebro que estaba llamado a atenderla, instruyéndola y transformándola, se ha embriagado de las gratificaciones simples que tontamente lo distraen, convirtiéndose así el propósito temporal y accesorio de la ignorancia en definitivo y perpetuo en su definición. El cerebro, de tendencia viciosa y hedonista, se siente confortable con el inmediatismo instintivo de la ignorancia, por lo que la esperada transformación de esta termina no seduciéndole.

En este grado de insalubridad, la ignorancia, emancipada, soberbia y desequilibrada, cae en su fase aguda, que explosiona a modo de virus y se disemina en la colectividad. Esta es la fase terminal de la enfermedad en el espacio que le dio vida. Su ciclo individual termina y la enfermedad se vuelve contagiosa para el grupo humano con el que el cuerpo de la ignorancia enferma interactúa. Por lo general, los primeros huéspedes de propagación del virus como fase terminal son los del núcleo familiar que convive con el sujeto enfermo en ignorancia.

Como si todo lo antes dicho no fuera suficiente,  la enfermedad de la ignorancia exhibe su dualidad de afección más desconcertante y que la vuelve caótica. El contagio viral adquirido por transmisión sobre los nuevos huéspedes, se combina con la ignorancia congénita de estos, potenciando su efecto y poder de expansión. Como consecuencia de esto, el virtuoso potencial de conversión de la ignorancia benignamente congénita en el nuevo huésped, es cercenado prematuramente debido a la influencia de una ignorancia adquirida por transmisión, atrofiándose desde el nacimiento de sus capacidades y desviándose del camino a la sabiduría por determinación exógena. El resultado de todo esto es el fenómeno patológico de la pobreza; dimensión de una ignorancia enferma por la carencia de su instrucción, que se contagia en las sociedades generacionalmente a modo de pandemia, estableciéndola en un ciclo de aculturación nociva que la condena a lo que no hubiera aspirado a ser.