A raíz de la muerte de un general golpista, entreguista y  participante como protagonista en las más oscuras páginas de nuestra historia reciente, un periódico local escribió en primera plana: “Muere héroe nacional” y en el subtítulo señalaba un llamado a “duelo”. Y nos preguntamos: si ese oficial ad vitan es  un héroe, entonces, qué cosa es Rafael Tomás Fernández Domínguez. Si la historia es un magma entonces debemos esperar el hundimiento del presente.

La conjura de hace medio siglo no se hizo en nombre de algún principio ideológico social, sino por asuntos de poder y rencillas familiares. Los mismos conspiradores “anti trujillistas” eran parte de una conspiración antipopular mayor: el trujillismo sin Trujillo; proyecto que contaba con el apoyo de la política imperial de la época y que fue tan exitoso que todavía deja sus trazas en los gobiernos contemporáneos. Ese trujillismo sin Trujillo derrocó al gobierno democrático del 63, combatió a los constitucionalistas, abrió las puertas a la invasión, instauró el régimen de los doce años y enseñó que la Carta Magana es una “servilleta”.

Todos los historiadores saben –pero no lo historizan porque escriben para complacer al poder –que los conjurados del 30 de junio eran en su mayoría trujillistas. El sátrapa había logrado convertir la dictadura en ideología, manejando, y en muchos casos creando, los aparatos ideológicos del estado, de los que hablaba Althusser. Y de ahí provenían ellos.

Los contrastes, extremismos y contradicciones de una sociedad surreal hacen que cohabiten, bajo cualquier árbol de parque de la Zona Colonial, torturadores y torturados. Ese absurdo aparece en la historiografía, no solo en la cotidianidad. Así podemos abordar el Metro en la Joaquín Balaguer y desembarcar en corto tiempo en la Amín Abel. Doce años de resistencia borrados en doce segundos. Una sociedad sin villanos no puede tener héroes. /

Pero esto ocurre en nombre de la democracia. Nos han enseñado como democrático la antítesis de la participación popular. Y lo han hecho con precisión de relojeros. Han llamado consenso a la reunión de dos o tres para manipular el demo.  Y si el grupo disiente, apelando a sus derechos democráticos a la protesta, se le somete al orden de esa minoría en nombre de la gobernabilidad.  No hay alternativa plebiscitaria, los partidos no hacen asambleas, nada más se reparte el dolo y los mass media hacen el resto.

Así, asistimos a un fracaso del orden prohijando una forma de “democratización” de la anarquía. Hemos dado participación al desorden generalizado, al crimen y el pillaje, y mientras ese estado anómico permita a un grupo la permanencia en el poder, o agazaparse detrás de él, el discurso de la gobernabilidad se hará escuchar.

Eso me brinda la “democracia”: derecho a corromperme, al dolo, a ir en vía contraria a las normas, a la indiferencia ante el desvalor, al individualismo a ultranza, a la alienación. “avanzamos” del facto social al deterioro con un grado de inconciencia asombroso.

Arrojamos una mirada acusadora a los políticos pero dejamos pendiente la profunda autocrítica a la sociedad que los prohíja. Ese socius que sería  capaz de hacerse representar en la Asamblea Nacional por riferos, quemaguaguas, proxenetas, meretrices, prevenidos y condicionados; que oferta su participación en pública subasta,  es el mismo donde crecen hongos de autoritarismos.

¿Qué hacer? Pregunta clásica de cierta tradición. Ya no son válidas las recetas salvadoras con un porvenir abierto, pero sí la dinámica de alguna variable que lo haga un poco más promisorio. Hace falta nuevos aparatos políticos, nuevas formas de organización. Eso sí, está pendiente el proyecto de educación de las masas en la desalienación y recuperación de valores, el más perentorio: la identidad. Sin saber quién soy no sabré a dónde ir.