En los debates en torno a la modernidad en el contexto latinoamericano, la literatura y la producción intelectual de las Antillas ha tenido un carácter inexplicablemente satelital. Fuera de unas pocas figuras del siglo pasado como, por ejemplo, Fernando Ortiz, Lydia Cabrera, José Lezama Lima y Juan Bosch, el archivo intelectual caribeño no parece ser considerado de importancia en el curso de tales indagaciones.
Dentro de este menoscabado conjunto, la poesía es el género que menos se toma en cuenta a pesar de que República Dominicana, Cuba y Puerto Rico tienen un acervo considerable en lo tocante a pensar el horizonte moderno desde la literatura. Estos textos serían de gran utilidad en las pesquisas sobre muchos de los temas que han caracterizado los afanes teóricos recientes, sobre todo en Norteamérica, a saber, los estudios de la literatura mundial («world literary studies»), la crítica feminista y la ecocrítica.
La obra de autores fundamentales del panteón poético del Caribe, como la puertorriqueña Julia de Burgos (1914-1956), el cubano Nicolás Guillén (1902-1989) y los dominicanos Aída Cartagena Portalatín (1918-1994) y Pedro Mir (1913-2000), pide a gritos la atención de la crítica académica como materia ineludible a toda tentativa de pensar la conflictiva modernidad latinoamericana.
A la luz de esta premisa, quisiera comentar la obra de Norberto James Rawlings (1945-2021). Mi intención es encontrar en ella claves para la teorización de un sujeto en pugna con el proyecto de la modernidad en el marco de la postguerra civil y el afianzamiento del orden neoliberal en la República Dominicana. Esa lectura revelará a su vez lo que entiendo como uno de los aspectos más salientes del sujeto de su poesía: la opacidad.
Para Édouard Glissant, la opacidad implica una suerte de pulsión que da al traste con cualquier intento de normalización de lo diverso a la rigidez de un esquema: «Lo opaco no es lo oscuro, pero puede serlo y puede ser aceptado como tal. Es lo no-reductible, la más vital de las garantías de participación y de confluencia». Endeudado con una tradición filosófica que incluye a Nietzsche, Heidegger, Lyotard, Deleuze y Guattari, Glissant concibe la noción de opacidad en base a la reticencia en el pensamiento fundamentado, axioma que se halla en la médula de la filosofía posmoderna. Para el martiniqués, la opacidad implica el reconocimiento de la plena diferencia, lo cual da al traste con la idea del sujeto de la razón occidental como eje de comparación.
En el contexto del Caribe, cuyas sociedades surgen del trauma histórico de la colonización y sus derivas, Glissant propone una epistemología no hegemónica, un reino inofensivo, como aquel que intentó implantar Ti-Noel en las páginas finales de El reino de este mundo (1949). En la novela de Carpentier, este personaje alcanza una epifanía moral tras sus transformaciones en buitre, avispa, hormiga y ganso, una epifanía que surge a raíz de no ser aceptado en su diferencia. Es justo en el terreno de la aporía de la comunicación con la otredad donde Glissant ubica el pensamiento de la opacidad; el mismo supone el reconocimiento de la existencia política del otro que habla, y el derecho de ese otro a no ser encasillado en ningún molde.
La obra poética de Norberto revela estrechas conexiones con el concepto de opacidad teorizado por Glissant al tiempo que permite expandir su alcance para arrojar luz sobre aspectos capitales de la historia dominicana moderna, como lo son la desigualdad social, el nacionalismo y el exilio. En ese sentido, la poesía de Norberto se puede entender como una ética y una estética de la opacidad. El sujeto de su obra se desplaza en un espacio cuyos ejes son la niñez en San Pedro de Macorís, epítome del capitalismo de plantación; el Santo Domingo de la postguerra civil con sus incongruencias en los procesos de modernización política y, por último, el ámbito del exilio.
Como la obra de Neruda y Vallejo, autores que, según su propia cuenta, lo acompañan en la fragua de su poética literaria, la poesía de Norberto también muestra diversos tipos de dicción. En sus primeros libros: Sobre la marcha (1969) y La provincia sublevada (1972), resuena el hablante testador, de acento augural, que se propone hacer visible la cotidianidad del sujeto de a pie y registrar así su existencia política. En Vivir (1981) prima la voz del desencanto con el proyecto político posterior al 1965, rasgo que evoluciona en La urdimbre del silencio (2000) y Patria portátil (2004) hacia un decir signado por la nostalgia del Santo Domingo que pudo haber sido, así como por los modos del afecto; todo ello intuido a partir de la mirada extrainsular. Es la voz del «poeta errante», para recurrir a un verso de otro de sus libros: Oscuro amor (2010).
Nacido en el Ingenio Consuelo, Norberto proviene de una familia obrera con raíces en Jamaica, Trinidad y Saint Kitts. Creció repartiendo sus lealtades entre varias lenguas: el inglés de la casa, el «patois» del batey y el español del sistema escolar en San Pedro de Macorís. Estos detalles de su educación infantil hablan de la «antillanía subterránea» que destaca el Glissant de El discurso antillano como propia de los sujetos del Caribe, y que implica una identidad que responde a la contingencia de los contactos entre islas. Ciertamente, la historia personal de Norberto, marcada por múltiples desplazamientos, ofrece claves para entender los matices que definen al sujeto de su obra.
La mirada utópica es una constante en la poesía de Norberto. Desde Sobre la marcha y La provincia sublevada, hasta sus libros del nuevo milenio, en donde resalta la experiencia de la emigración y los tránsitos afectivos, es patente la marca de una voz que apunta a la esperanza como motivo poético y que tiene como trasfondo dos grandes crisis: la del Santo Domingo de la transición democrática y la del neoliberalismo de los años ochenta y sus secuelas.
Sus textos registran la huella de la ruina del sujeto en dichas coyunturas históricas, pero también apuntan a la posibilidad de una salida. En efecto, como el antiguo arte de los «griot», los relatores del África occidental, la poesía de Norberto puede leerse como archivo de una memoria que no encuentra cauce en la narrativa de la historia oficial dominicana.
La transparencia avasalladora que destila la narrativa histórica oficial dominicana parece superarse en una persona poética cuya errancia envuelve al otro al punto de su propia borradura, como se aprecia en «Sobre la marcha», del libro homónimo: «Yo no soy un extranjero más. / Soy sencillamente uno de ustedes, / con la mínima diferencia / de los libros subrayados / con una sonrisa / brevemente trazada». En otro poema de este libro, «Silencio para el canto», es posible identificar con mayor claridad los ribetes utópicos de la obra temprana de Norberto: «Que hagan silencio. / Que sepan que no tienen derecho a oírnos / o dejar de oírnos siquiera. / Esta es la hora de la esperanza / la hora de fijar la mirada / y encaminarnos como los ríos».
Lo más singular de esta voz que asume el nosotros como efecto de su cercanía al Santo Domingo de las consignas y proclama la esperanza es que lo hace sin caer en los lugares comunes del nacionalismo. Dicho gesto se presenta con nitidez en «Los inmigrantes», también recogido en Sobre la marcha. El poema comienza con el establecimiento de una premisa: la realidad de una historia no conocida que precisa salir de la invisibilidad: «Aún no se ha escrito / la historia de su congoja. / Su viejo dolor unido al nuestro».
La voz poética alude a la inmigración de trabajadores de las Antillas de habla inglesa que a partir de 1893 empiezan a llegar a la República Dominicana para trabajar en diversos oficios relacionados con la industria del azúcar. Como sostiene Orlando Inoa, la importación de la mano de obra proveniente del Caribe anglófono no se detuvo hasta bien entrada la Segunda Guerra Mundial.
La persona poética de «Los inmigrantes» se ocupa de transmitir la angustia del sujeto de una cultura del desplazamiento al tiempo que registra la impresión de ese tránsito en la morfología social dominicana como un ejemplo más de la historia de la plantación caribeña: «Los que quedan. Estos. / Los de borrosa sonrisa / lengua perezosa / para hilvanar / los sonidos de nuestro idioma / son la segura raíz de mi estirpe / vieja roca donde crece y arde furioso / el odio antiguo a la corona / a la mar / a esta horrible oscuridad plagada de monstruos.
Llama la atención que esa «raíz» de la que se enorgullece el hablante lírico quede definida en base al desplazamiento perpetuo de sus antepasados por el archipiélago, y antes por el Atlántico, puesto que en los versos finales del fragmento citado es evidente la referencia a la trata esclava. El carácter itinerante de su movilidad echa por el suelo incluso las pretensiones de apropiación de la propia voz que los reclama como dominicanos: «Vengo a escribir vuestros nombres junto al de los sencillos, a ofrendaros esta Patria mía y vuestra / porque os la ganáis / junto a nosotros en la brega diaria / por el pan y la paz / por la luz y el amor».
No hay que confundir la valencia de la palabra patria en este poema, y en toda la obra de Norberto, con el cuerpo político de la República Dominicana. Por más que resuenen en ella la nostalgia por la geografía insular y ciertos episodios de su historia, la patria en estos textos no apela a la transparencia reductora de los nacionalismos, sino al carácter siempre difuso, inclasificable, de la opacidad.
Así se revela, por ejemplo, en los siguientes versos de «Patria portátil», incluido en el libro homónimo de 2004, en los cuales se ilustra el sentido de la noción de patria en la poética de Norberto: «Inventé para mí esta patria portátil que me cuelga bien adentro con sus ríos montañas valles y héroes». La nación a la que refiere esa «patria portátil» está aún por fundarse, y esa indeterminación da la medida de su íntima amplitud. El sujeto que la canta se presenta como suspendido sobre el suelo insular y el del exilio. Tocar el suelo, adosarse a la materialidad de lo telúrico, como propone la voz poética del Canto general (1950) de Neruda, supondría fijar, entender, describir límites, salvar la distancia que permite vislumbrar el ritmo de la realidad caribeña y volverlo legible.
En el segundo poemario de Norberto: La provincia sublevada, persiste el motivo utópico frente a la inmediatez de lo político: «Porque de tu amor / del mío / del nuestro / pervive la esperanza / en la esperanza del pueblo / a pesar de la ira y el odio». Asimismo, en Vivir, su tercer libro, dedica sendos poemas a René del Risco Bermúdez (1937-1972) y Antonio Lockward Artiles (1943), autores que, como él, militaron en la resistencia en contra de la invasión estadounidense y comulgaron con los ideales de transformación social del Santo Domingo de la postguerra civil.
La pervivencia del nosotros en la poesía de Norberto remite a una noción de «pueblo» muy distante del Pueblo con mayúscula al que apela el nacionalismo como narrativa. El pueblo de la poesía de Norberto ejemplifica más bien esa «multiplicidad fragmentaria de cuerpos menesterosos y excluidos» de la que habla Giorgio Agamben en Medios sin fin: notas sobre la política: «Todo sucede, pues, como si eso que llamamos pueblo fuera en realidad, no un sujeto unitario, sino una oscilación dialéctica entre dos polos opuestos: por una parte el conjunto Pueblo como cuerpo político integral, por otra, el subconjunto pueblo como multiplicidad fragmentaria de cuerpos menesterosos y excluidos».
Los pliegues de lo político en la producción de Norberto se dilatan a partir de Vivir con la incorporación del tropo del regreso al país natal. El horizonte al que apela el hablante de Vivir es el del Santo Domingo del afianzamiento del neoliberalismo como modelo económico, y esto es algo que salta a la vista desde el primer poema de la colección: «Recién llegados»: «Nuestros más recientes asombros se solazan al pie de los monumentos / en medio de larguísimas avenidas. / Se reconocen a sí mismos / en las enormes vidrieras / recreando el pasado».
El hablante que fija la mirada en la ciudad de la postguerra no es un sujeto deslumbrado ante las mieses del desarrollismo, sino que, como el de la obra de René del Risco Bermúdez, observa con suspicacia la faz visible de la paradójica modernidad dominicana. Así pues, las múltiples acepciones del asombro en el poema subrayan la certidumbre en un proyecto inconcluso.
En La urdimbre del silencio (2000) Norberto aborda los motivos de la patria, el olvido y el dolor. Uno de los textos en donde mejor se condensan estos temas es «Señal de identidad». En las estrofas iniciales se lee: «Me niego a habitar mi nombre en el nombre / de mi padre / y de mi propio espíritu que en él se guarece. / Me niego a negar ese rostro que como bandera enarbolo, / esta voz que proyecto en el vacío de mis muertos, / estos gestos que encarno / inmerso en estas raíces por las que me / nutro y soy».
La voz poética de La urdimbre del silencio exige, como teoriza Glissant, su «derecho a la opacidad» en tanto partícipe de un orden que reconoce la filiación a un pasado vivo como memoria, pero ajeno a la lógica de las jerarquías. Esta dinámica de afirmación de la intencionalidad del agente se refuerza en otros textos de este poemario por medio de la metáfora del paseante en sus desplazamientos por la ciudad. Por ejemplo, en «Beechwood Road» la voz poética refiere: «Wellesley, Massachusetts, / por las breves aceras de Beechwood Road / divagas».
Con todo, la que a mi juicio es la instancia más clara de agencialidad del sujeto en sus andares por la ciudad está en unos versos del quinto libro de Norberto: Patria portátil (2008), específicamente en el poema «Da igual»: «porque sencillamente vago sin prisa / doblo esquinas que a ratos no sé / si son ajenas o mías / y da igual». Es innegable el eco del Neruda de «Walking around», aunque la persona poética del poema de Norberto no se enfoca en denunciar el individualismo de la era del capital monopolista, más bien lo celebra como elemento de redención en un espacio ahora signado por la opacidad.
Los poemas de Patria portátil dimensionan el espacio de la propuesta ética y cívica que subyace en toda la poesía de Norberto. El libro está dedicado a su hijo e incluye epígrafes de T. S. Eliot, Auden y Benedetti relacionados a la noción de patria. El primer texto del conjunto es «Lección», en el cual se observa el llamado a un sentido de comunidad que se intuye a través del retrato de la naturaleza insular: «Observa hijo cómo rasguña / el mar las orillas de la playa / cómo a dentelladas húmedas / impone su reino salobre. / Cuando canta el mar / se embriaga de sol la brisa / se cuela su música amarga / entre blancas cortinas de agua / y construye la distancia / con invisibles partículas / de transparencia diurna».
La visión de la isla como espacio, más que geográfico, afectivo, se concentra en los versos que dan título al libro: «Inventé para mí esta patria portátil / que me cuelga bien adentro / con sus ríos montañas valles / y héroes», en los cuales se desmonta la entelequia de una noción de patria amparada en eso que Silvio Torres-Saillant denomina en El retorno de las yolas «protocolos de exclusión». Para el sujeto que construye su «patria portátil» desde la conciencia de la opacidad, este ejercicio de introspección apunta a la idea de la patria como tarea: «El recuerdo pesa más / porque viven abiertas / sus ventanas / hacia el mañana».
En definitiva, toda la poesía de Norberto James Rawlings se orienta hacia ese cometido tan político como hondamente humano. En ella persiste la mirada utópica como norma de redención ante la contingencia de lo histórico. Esta cualidad la vuelve un archivo ineludible para ponderar los avatares de la modernidad en el contexto de la República Dominicana como paradigma de problemáticas extensibles al marco más amplio de lo latinoamericano.
* Este artículo es una versión condensada de «Opacidad y errancia en la poesía de Norberto James Rawlings», ensayo incluido en el volumen Escribir otra isla: la República Dominicana en su literatura (Leiden: Almenara, 2021).