El adjetivo del título se transforma al final del libro en el rotundo sustantivo que define los trece textos —llamémoslos por el momento evocativos— que forman el bien armado volumen que es “El nombre olvidado”, de René Rodríguez Soriano, en su bien merecida segunda edición, ésta en el 2018 con El Hilo de Plata Editores, de Medellín, Colombia. La primera, como se recordará, se presenta el 2015, en San Juan de Puerto Rico bajo el sello Ediciones Callejón. Hablan estas ediciones del reconocimiento internacional de un escritor dominicano que ha mantenido una impecable trayectoria literaria con una suma de títulos que, como éste que aquí comento, son auténticas joyas literarias, la obra de un artífice de la palabra que mucho dice y conmueve.
De punta a cabo acabado, “El nombre olvidado” no deja un cabo suelto, nada imperfecto en su densa estructura acumulativa. Es tal la condensación del conjunto, tal su concatenada obsesión de olvidos o recuerdos —según se entienda o interprete— que una lectura continuada, de pasar páginas como en la lectura de una novela, tal vez no sea recomendable. Mi sugerencia de lector de Rodríguez Soriano, antes que, de crítico y reseñador, me ha llevado a leer morosamente, dejándome ganar por el libro texto a texto, a dosis breves, como quien lee un volumen de poemas, sin premuras.
Porque, como creo ya se ha dicho de la prosa del autor, estos trece textos más tienen de poemas demorados que de apresurados párrafos narrativos. Lleva la prosa de Rodríguez Soriano, en este volumen tanto como en otros suyos, los ritmos y cadencias, las sonoridades y ecos del mejor verso libre que, bien se sabe, de libre tiene sólo la apariencia y el esquivo prescindir del metrónomo evidente. Evita lo evidente el escritor de cuidado estilo. Prosa de la calidad de estos textos ha de leerse como se canta, a media voz —atento el oído a la materia sonora y su motivo emotivo— una canción predilecta. No por nada, y como corroborando esta condición de la materia literaria, abundan en las páginas del libro las referencia a la música, a todo tipo de música. No hay más que decir: la voz del poeta prosista está imbuida de musicalidad. El texto es una partitura que se ha de interpretar como un recitativo.
Libro ideal para una versión auditiva. Libro oral, para el recitado.
Si no fuera por estos evidentes y profusos datos auditivos se podría decir que “El nombre olvidado” es el producto de la mirada y, más específicamente, de la que el lente fotográfico agudiza. Desde un comienzo en el libro queda claro que quien habla —o más bien murmura— en estos trece textos es una misma persona, un fotógrafo de profesión dedicado a la fotografía comercial de modelos femeninos. La belleza femenina es su objetivo y su obsesión. Cada uno de los trece textos evocativos llevan como título el nombre de una mujer, de una modelo, de un olvido.
Más que narraciones —que apenas lo son en sus vagas situaciones— estos textos son monólogos más bien líricos dentro de su carácter introspectivo, nostálgico, evocador del tradicional modo narrativo del monólogo interior que dice poco de los hechos y mucho —casi todo— del sentir del que habla. Quien lee se sabe espiando un sentir ajeno y hasta puede creer que no hay tal monólogo interior sino una larga intimidad compartida. Prefiero pensar que no buscan estos textos comunicar una ansiedad como quien se confiesa sino solamente modular para sí mismo la angustia de lo olvidado que no se olvida. Al lector no le queda más que la función indiscreta del que escucha, la oreja atenta y en perfecto silencio, al que habla a solas frente al mar.
Tómese esto de hablar a solas frente al mar como una visualización de lo que estos monólogos repiten: la presencia del mar y con éste la referencia a un espacio real del acontecer, la ciudad de Santo Domingo, desde la que se viaja a varios lugares del mundo para volver siempre a ella en un tiempo histórico que a medias se vislumbra en datos que se dan al pasar en diversos momentos del recuerdo. Es característico de la escritura de René Rodríguez Soriano situarse en un lugar y un tiempo concretos, el de su experiencia de dominicano de la segunda mitad del siglo XX, que es el momento histórico al que el intelectual emigrado vuelve una y otra vez como quien vuelve al recuerdo de algo no concluido que todavía pesa e importa para la deseable cordura del presente.
Volver al pasado, personal e histórico, es el objetivo de este volumen dedicado a la evocación nostálgica, con mucho de culpable, de trece nombres femeninos. Se pregunta el lector a qué nombre se refiere el singular del título; y el crítico, que también se lo pregunta, trata un poco ingenuamente, de responder acertadamente. El acertijo, como todo lo que Rodríguez Soriano escribe, no es de fácil resolución. Sus palabras dicen más de lo que dicen y obligan al lector a buscarles su sentido completo, a responder a las preguntas que lo insinuado impone. No es dado nuestro autor a las frases categóricas ni a las fórmulas de lo indiscutible. Lo suyo es sugerir, proponer rutas en el laberinto; y lo hace con toda sutileza, sin imposiciones, a media voz y un poco a medias por no forzar a nadie. Quien no se esfuerza, sin embargo, apenas si merece la dicha de leerlo.
Cuál sea el nombre olvidado —tal vez el suyo propio— queda por verse. Valdrá la pena buscar la respuesta en una relectura.