Un ya lejano sábado en la mañana presencié lo que parecía una impresionante y escalofriante carrera de autobuses en el tramo comprendido entre la estación del peaje y el elevado de Boca Chica. Los dos gigantescos vehículos de compañías privadas que controlan la ruta, atestados de pasajeros, lucían empeñados en una competencia cerrada por llegar primero. Debían correr a no menos de 130 kilómetros por hora, una estimación basada en la velocidad en que se movía el mío que no pudo darles alcance. Me imaginé el semblante de los pasajeros; pétreos los rostros, secos y temblorosos los labios; manos sudorosas de piadosas señoras haciendo la señal de la cruz, implorando con la mudez del miedo al Altísimo por sus vidas.
La aparente competencia se intensificó al pasar frente a la universidad tecnológica, cruzando ambos de un carril al otro en un festival de frenesí. Me resistí a dar crédito a lo que veían mis ojos cuando los dos vehículos subieron al primero de los elevados. El delantero se puso en medio de los carriles con la aparente deliberada intención de evitar que el otro le pasara. Las partes superiores de los autobuses oscilaban, como si fueran a inclinarse de un lado a otro de la pista.
La cerrada carrera continuó con intensidad al llegar al último de los elevados, desafiando cuantas normas y reglas del tránsito puedan concebirse. Luego se fueron alejando hasta perderse de vista. Al llegar a mi destino (el de los dos conductores sólo Dios podía saberlo) me concentré en las redes, temeroso de que algo fatal les hubiera sucedido. Mientras presenciaba esa alocada forma de conducir, como si se tratara de una competencia de velocidad, me recordé de Simón Alfonso Pemberton, el genial narrador de carreras de caballos del antiguo Perla Antillana, cuando en finales cerrados necesitados de fotofinish solía terminar exclamando: “¡No, no fanático, no tengo ganador! ¡Qué carrera!”