Consumir es una de las actividades más básicas del ser humano.  Como dice la antropóloga brasileña Lívia Barbosa, se puede vivir sin producir, más, no, sin consumir.  La vida de uno depende de la capacidad para ingerir, digerir y evacuar y de poder intercambiar gases con el medioambiente.  Paralelamente, las actividades (no menos prosaicas) relacionadas al consumo (la producción, distribución, almacenamiento y eliminación de desperdicios) dan lugar a la materia prima a partir de la cual se moldearon la variedad de formas de vida y patrones de relaciones interhumanas y medioambientales, como escribe el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, impulsadas por el ingenio cultural y la imaginación humana.  

Por siglos, explica Bauman, la apropiación y posesión de bienes garantizó o prometió garantizar seguridad, estabilidad, confort y estima y dio continuidad a la especie humana y a sus patrones de preproducción.  Pero en el capitalismo tardío, el consumo ha sido desplazado por el consumismo.  El consumismo, según Bauman, va más allá del suplir las necesidades básicas del ser humano para jugar un papel más determinante en los procesos de construcción de identidad individual y colectiva.  “Compro, luego existo” en vez de “pienso, luego soy,” vendría a ser la clave fundamental para entender la condición a que estamos sujetos.  El problema con esta nueva forma de existir radica en que genera la insaciabilidad más intensa, obligándonos a buscar en los productos básicos o artículos de lujo la mejor forma de subsistir o sobrevivir. 

La mayoría de los intelectuales dominicanos, con pocas excepciones, se hacen creer que saben, no pudiendo penetrar en lo que es saber: cuestionar y mantener el equilibrio ante la oscuridad y la duda.

El campo del saber, donde los productores y consumidores comúnmente alternan roles, también ha sido contaminado por la cultura del consumismo.  Los libros pueden ser mágicos, como dice mi amigo, especialmente aquellos que nos permiten a los vivos superar las barreras del tiempo y el espacio y ponernos en frente las experiencias, problemas e ideas de los muertos mediante sus hermosas o reconfortadoras palabras.  Estos maravillosos efectos de transporte y comunicabilidad inducen nuestra reverencia amorosa hacia el mundo de las ideas e imágenes y a sus creadores.  Sin embargo, las cosas se complican peligrosamente cuando el lenguaje primoroso se convierte en la moneda de las almas sensibles y el libro en fetiche u objeto que nos transfiere sus propiedades sobrenaturales. 

Se trata de una crisis global, pero el caso dominicano es especialmente inquietante.  En el campo intelectual de nuestra media isla, junto a la bibliofilia y falsa erudición, abunda la mediocridad, vanidad y autocomplacencia, a un grado extremo.  La obsesión de muchos con el logro personal y el estatus de sus obras y la adicción de sus consumidores al producto local son sus características definitorias.  

Que quede claro, no vine aquí a decir que en la sociedad dominicana no existan o que no se estén formando pensadoras brillantes y autoras talentosas.  Tampoco que no haya buenos lectores, no digo eso.  Pero basta con echar un vistazo a los libros que adornan los escaparates de las pocas librerías dominicanas (“Trujillo, ¿bueno o malo?”), los “ensayos,” de los intelectuales, sus artículos de opinión y notas en la prensa y demás medios o los cometarios de sus seguidores y fanáticos en las redes sociales para confirmar lo pobre y monga que son la oferta y demanda intelectual en nuestro pequeño país.  Tomando, por ejemplo, cualquiera de las frases densas, oscuras y en gran parte vacías y el fronteo teórico con que posan muchos de los opinionistas dominicanos palpamos la gravedad del problema.  La mayoría de los intelectuales dominicanos, con pocas excepciones, se hacen creer que saben, no pudiendo penetrar en lo que es saber: cuestionar y mantener el equilibrio ante la oscuridad y la duda.  Ahora creo entender por qué Pedro Henríquez Ureña, por más que elogiara a sus compatriotas contemporáneos, terminaba ubicando la inteligencia dominicana en su antigüedad o en la diáspora.  

Por más que busco en el campo dominicano, solo encuentro la retórica en vez de análisis, el perreo verbal en vez la lectura rigurosa y las publicaciones, poco creativas, como expresión de catarsis existencial.  Entre la variedad de banales y pedantes configuraciones verbales, dominan dos registros: los escritos mezquinos dirigidos a enemigos o forasteros y el recíproco acariciar del ego entre cómplices (o el pajeo intelectual).  Hacen falta madurez y humildad para reconocer lo poco fiable que es nuestro entendimiento. 

Néstor Rodríguez tilda estas prácticas de actitudes paternalistas.  Para mí, se trata de algo más grave, más perjudicial: el saber canalla.  El saber canalla embalsama las ideas.  Nunca sospecha de la relativa ligereza con que las ideas se reducen entre sí.  El intelectual canalla se caracteriza por su especialización en o repetición de tranques de puerta al pensar, intransigencias y chovinismos, es decir, la negación de toda verdad divergente, la exclusión de y expresión de odio hacia todo lo que aparezca culturalmente como extraño, raro o distinto.  En una entrevista Diógenes Céspedes le insistía al siempre afable Fausto Rosario Adames de modo tajante que el sujeto pensante dominicano es incapaz de asimilar conceptos poéticos o críticos al menos que haya estudiado con él: “a quienes les impartí el método de la poética, la entendieron.”  

Al leer las semblanzas de varios intelectuales canallas notamos ciertos patrones: una etapa inicial en la que se destaca su entusiasmo por aprender e incorporar las teorías dominantes de la época, un hambre de colaborar con individuos e instituciones capaces de ayudarles a avanzar la carrera; y la etapa de la batalla campal para consagrarse como máxima y única autoridad.  

Néstor Rodríguez se ha aproximado a algunos de estos problemas, intentando abordar la penuria especifica de la crítica cultural dominicana.  Automáticamente le caen encima los individuos interpelados en su crítica, intentando derribar sus argumentos con diatribas de índole personal.  Al final de una de sus últimas entregas, alcancé a ver el comentario de el “critico” en cuestión, vanagloriándose con que era la envidia lo que motivaba el examen y juicio de Néstor.  Pero también llama la atención que varios de sus seguidores y seguidoras dominicanas animan a Néstor como si se tratara de un combate de lucha libre o de aquel boxeo musical del DJ Rudy Rudísimo que se trasmitía en Nueva York por la estación de radio La Mega, donde se alternaban canciones de merengueros, bachateros o salseros y los radioescuchas votaban por “el mejor.”  

Está claro que no estamos ante un debate intelectual que arroje luz sobre problemas y sus posibles soluciones sino ante un espectáculo, durante el cual consumimos a gusto, no ideas que abran el camino de la exploración y el diálogo, sino las sensaciones de euforia y saciedad producidas por los artefactos textuales o estímulos audiovisuales.  Disponemos de muy pocas herramientas, guías y solidaridad para explorar afinidades textuales, patrones de relación, interconexiones con otros mundos y culturas, el enigma y el misterio de la vida.  Entonces emerge la pregunta, ¿cómo salir de este enredo?  ¿Qué podríamos hacer individualmente y en colectivo para cambiar esa realidad?