La joven madre entró al ascensor con su hijita en brazos y acompañada del empacador sin sueldo del supermercado/casa del terror para la clase media.

Yo me había colocado segundos antes en la esquina derecha del fondo para permitirles el paso. La mujer comenzó a pedir un besito a su nena, de algunos diez u once meses, meciéndola suavemente para motivarla.

La niña era hermosa, como todas las niñas bien amadas; y vivaracha, como todas las niñas bien alimentadas.

La madre esperaba por un beso, por un abrazo, y nada. Seguía insistiendo.

Yo miré a la niña, a la bella niña con su melenita corta y negra y sus ojazos prometedores y brillantes.

Entonces ella me vio, me descubrió en su mundo y me quiso, me quiso más que a nada de lo que la rodeaba en ese momento. Impulsada por sabe Dios cuáles razones, inclinó su cuerpecito y me abrió los brazos, tratando de regalarme a mí el cariño que había negado a su madre.

Sin conocer a la una ni a la otra,  yo la abracé, la besé en la mejilla y la bendije, rodeando con mi ser a la bebé y a su sorprendida mamá. Y lo hice porque, como dice la Biblia, no se puede hacer esperar al amor.