El título del presente trabajo no es originario del autor de estas líneas. Es una frase que produjera el buen amigo Namphi Rodríguez —excepcional jurista que con fuerza se asienta cada vez más en el espinoso ámbito del constitucionalismo—, a propósito de la sentencia núm. 352/14, dictada por el Tribunal Constitucional (TC) en fecha seis de septiembre de 2018. Con la sentencia señalada, el TC cerró de golpe cualquier posibilidad de que el actual presidente de la República pueda optar por un tercer mandato consecutivo sin acudir al procedimiento de reforma constitucional. Se diluyó así el entusiasmado sueño de algunos letrados que —aupados, quizá, por promesas furtivas de un poder inseguro de su suerte— cargaron con la pesada y vapuleada tesis que suscitó tan paradigmático fallo.
No se contuvo el TC en reafirmar el criterio de que la Constitución no podía ser declarada inconstitucional una vez proclamada. En esta ocasión, empero, el máximo intérprete de la Constitución lo hizo sobre la base de una nueva arquitectura constitucional: la Constitución del 26 de enero de 2010. Esta última reguló, en parte, el objeto de la acción directa de inconstitucionalidad cuando en su artículo 185.1 previó que ésta sería conocida, en términos de competencia, por el TC. Complementada con la Ley núm. 137-11 en su artículo 36, el asambleísta dispuso en esa misma disposición (art. 185.1) que la acción directa versaría sobre las “leyes, decretos, reglamentos, resoluciones y ordenanzas”. Es así que el TC sostiene que “(…) partiendo de la hermenéutica de los textos transcritos se advierte que solo pueden ser cuestionados vía la acción de inconstitucionalidad las leyes, los decretos, reglamentos, resoluciones y ordenanzas; es decir, normas y textos infraconstitucionales, o sea colocados jerárquicamente por debajo de la Constitución; resulta que el objeto de la acción de inconstitucionalidad que nos ocupa no lo constituye ninguno de los actos anteriormente indicados, ya que las disposiciones transitorias están integradas al cuerpo de la Constitución.”
El Tribunal Constitucional declara la inadmisibilidad de la acción directa por no entrar dentro del objeto de ésta los preceptos contenidos en la propia Carta Magna. Mas, no se trata del típico fin de inadmisión o de “non recevoir” que el procedimiento civil francés nos legara: aquél “medio” que ataca únicamente la “acción” y su regularidad en el surgimiento de la instancia sin acariciar siquiera el fondo de la contestación. Ese fin de inadmisión, que en la notabilísima obra del jurista belga Guy Block, “Les fins de non-recevoir en procédure civile” (2002), encuentra un estudio certero en torno a su verdadera fisonomía, no es el que enteramente sirve de fundamento para la referida decisión y en la que, a decir de algunos, “no se examinó el fondo del recurso.” No. El máximo intérprete de la Constitución sentenció incluso al destierro la pretensión del revoltoso accionante que no buscaba sino la declaratoria de inconstitucionalidad del ahora “desventurado” transitorio. Y para ello, el Tribunal Constitucional invocó la histórica decisión del Pleno de la Suprema Corte de Justicia del primero (1º) de septiembre de 1995, que decidiera la acción directa interpuesta por el insigne jurista don Ramón Pina Acevedo —hoy fallecido—, misma que, al día de hoy, ha sido seguida a pie de juntillas por la Suprema Corte de Justicia, ya haciendo las veces de Tribunal Constitucional —no estando todavía conformado—, así como por este último. Dijo al respecto la Suprema Corte, en su referido fallo de 1995, citado por el Tribunal Constitucional: “…que las disposiciones de la Constitución no pueden ser contrarias a sí mismas; que las normas constitucionales pueden tener efecto retroactivo y alterar o afectar situaciones jurídicas establecidas conforme a una legislación anterior.”
Hasta la osada teoría que propugna por una modificación constitucional en la forma de una “interpretación judicial” —que no brilla tampoco por su originalidad— encontró una contundente respuesta del Tribunal Constitucional. Más allá de las acrobacias hermenéuticas de un arrojado jurista, de los laberintos y de las hipótesis del derecho comparado expuestas en todo un media tour constitucional, el Tribunal Constitucional, habiendo citado las similitudes del artículo 267 del hoy texto constitucional con su homólogo de 1994, establece —como si quisiera asentar una verdad de templo— lo siguiente: “…que el contenido de la Constitución es inimpugnable por medio de demandas de garantías o mediante el ejercicio de procedimientos constitucionales (…) [d]e la lectura del artículo 267 resulta la imposibilidad de que cualquier órgano distinto a la Asamblea Nacional Revisora modifique la Constitución, pues permitir que el Tribunal Constitucional o cualquier órgano del Estado modifique o anule alguna disposición de la Constitución sería usurpar el Poder Constituyente, atentar contra el orden constitucional y democrático perpetrándose un golpe a la Constitución.”
Lo anterior no requiere de lecturas forzadas: usurparía el “poder constituyente” cualquier “órgano del Estado” (llámese Tribunal Constitucional o Tribunal Superior Electoral”) que, en ocasión de “procedimientos constitucionales” —“procedimientos” estos que se encuentran claramente definidos en la Ley orgánica núm. 137-11—, “modifique o anule alguna disposición de la Constitución”, bien sea directa o indirectamente, constituyendo esto un atentado “contra el orden constitucional y democrático”; peor aún, “perpetrándose un golpe a la Constitución” y una subversión del “orden constitucional”. Y agrega: “Indudablemente, ningún órgano constituido, sea autoridad judicial o de otro poder público, puede reformar la Constitución sin la intervención del órgano constituyente. Esta es una garantía esencial a la vigencia del Estado social y democrático de derecho (…) el único mecanismo legítimo para modificar las normas y preceptos constitucionales lo es la reforma constitucional (…).”
Es así como el máximo intérprete de la Constitución aquietó a los apologistas de una peligrosa corriente neogolpista que —vislumbrando creativas acciones en el ámbito judicial— apuesta por una “sustitución de la Constitución”, expresión esta última acuñada por la Corte Constitucional de Colombia en su valiosa sentencia 141-2010, la cual proscribió la posibilidad de que un presidente colombiano pudiese agotar tres mandatos consecutivos. De modo que cualesquiera de los remedios judiciales sugeridos (amparo o control difuso de constitucionalidad [inaplicabilidad]) supondría dejar sin efecto lo establecido en el famoso “vigésimo” de las disposiciones transitorias, vulnerando con ello la Constitución y el precedente aquí comentado.
Por último, resulta significativo el abordaje hecho por el Tribunal Constitucional respecto del artículo 277 de la Constitución. Significativo porque reitera los precedentes dictados con ocasión del conocimiento de acciones directas de inconstitucionalidad en torno a preceptos que la Suprema Corte de Justicia —ejerciendo el control concentrado— ya examinó con anterioridad. Dice que el conocimiento de una pretensión así fundada “requeriría necesariamente un examen de los criterios jurisprudenciales que fundamentan las decisiones que sobre el particular emitió la Suprema Corte de Justicia, con lo cual se incurriría en incumplimiento de las disposiciones contenidas en el artículo 277 de la Constitución.” De ahí procede el tribunal a decretar la inadmisibilidad, no ya tan solo por su objeto, sino porque la materia analizada “ha adquirido la autoridad de la cosa irrevocablemente juzgada.”
No hay, pues, nada más que hablar…