Hace una semana, en un paseo vespertino por las calles del residencial, mi hija de tres años me advirtió lo siguiente: “¡Papi, te voy a pisar!”. En ese momento ella caminaba junto a mí; tal vez dos pasos delante; así que en mi lógica adulta era imposible que se materializara aquella advertencia. Luego caí en la cuenta del juego: sus pies pequeños estaban sobre mi silueta reflejada en el asfalto. A medida que me movía de un lado a otro, sus entusiasmados pies procuraban mi sombra. Con afectos de padre le dije que aquello no era yo, sino un reflejo de mí por efectos de la luz del sol. Sin importarle mucho mi explicación “científica”; me convidó a lo importante: “juguemos a pisar…”.
Wittgenstein mostró que los grandes problemas filosóficos son, en el fondo, problemas de lenguaje. Más tarde se dio cuenta que hay diferentes juegos de lenguaje que reflejan distintos modos de vida. Usamos un determinado lenguaje dependiendo del modo vida en que estamos inmersos. En palabras más sencilla: muéstrame de qué y cómo hablas y te diré quién eres. En el fondo es un “exprésate, que deduciré lo que eres”. En este sentido, nuestros mayores problemas, dentro del marco de un estilo de vida, son traducibles y expresados en lenguaje.
Es natural que el estilo de vida de una niña esté, dada su etapa evolutiva, enmarcado por el mundo del juego. En este estadio del desarrollo humano, el mundo es un gran descubrimiento y el mejor modo de enfrentarlo es a través del juego. No en mi caso, como adulto. El juego no representa la totalidad de mis vivencias; sino que otras realidades me impelan, desde su poder, a tomarme las cosas un poco más en serio. No se anula el juego, sino que pasa a ser una ruptura vivencial en lo cotidiano, una aventura.
Entre las cuestiones del juego, que en mi opinión no se han dilucidado en su complejidad, está su relación con el ser y el aparecer. La dinámica del juego entre mi hija y yo me mostró la dialéctica entre lo que es y lo que realmente aparece. Mientras estuvimos en la diversión, fuimos de cierto modo “sinceros” al pensar que aquella silueta era y no era yo al mismo tiempo. Hubo de antemano un pacto de verdad que es intrínseco a todo juego: hay reglas y hay que respetarlas. Parte esencial del juego es respetar sus reglas, nos recordó Wittgenstein. Bajo las reglas del juego: soy mi silueta. Pero las reglas tienen vigor su existe también una intención, que John Searle llama de “simulación”. Jugar es entrar en un mundo simulado, así como lo hacemos cuando leemos una ficción literaria: autor y lector saben que aquello es un discurso ficcional; no hay que tomarlo muy en “serio”.
Fuera de la dinámica del juego: soy y no soy mi silueta. Aunque mi silueta no es sin mí, yo no soy mi silueta; lo que nos remite de nuevo al problema primero: ser o aparecer. Es obvio que afirmamos que lo importante es “ser”; pero no hay ser sin aparecer. El aparecer es un representar y representar significa “hacer presente de nuevo”. El representar es posible porque nos hacemos una “figura” de algo; pero este hacer se da en nuestra cabeza, está en el orden de la imaginación, en tanto que facultad y en nuestra percepción de lo representado; nunca coincide exactamente con lo que es en realidad.
La vida de adulto suspende este pacto de simulación; de ahí la seriedad con la que somos conminados a tomarla. Ella no es una “novela”, aunque tenga estructura narrativa. Tampoco es juego, en el mal sentido de la palabra. Aunque sí es “juego” en el buen sentido. La razón es sencilla: porque tiene sus reglas y tenemos que representar lo que somos bajos esas reglas.
Nadie se entera de lo que somos si no lo representamos para todos. En la medida en que mi aparecer está a la vista de todos, bajo el escrutinio público, desvelo lo que soy o lo que quiero que otros vean de lo que soy. Fuera del juego, en la vida, ser es aparecer.