“Preocuparse es como pagar una deuda ajena.” – Mark Twain

El pesimista se concentra en los problemas y dificultades (las amenazas), anticipando consecuencias nefastas.  Angustiado por el espectro de lo que aún no ha ocurrido, el pesimista expende su energía en vano, salga pato o gallareta: o se ha preocupado en falso, porque no sobrevino la calamidad anticipada; o se comprueba que la preocupación no sirve de nada, pues ella es impotente para cambiar el curso del destino, pagando el angustiado dos veces la misma deuda con sufrimiento innecesario.

El optimista tiene plena conciencia de los problemas y dificultades, reconoce los retos y se enfoca en buscar soluciones para contrarrestar cualquier repercusión eventual, confiando poder impactar positivamente el resultado con sus esfuerzos. No pierde el sueño preocupándose por lo que aún no ha ocurrido, ocupando sus energías en el presente para impactar positivamente el porvenir. Si no pasa nada malo, puede y debe atribuirlo a sus esfuerzos. Si sobreviene el revés, el optimista sabe que puso su mejor empeño, y que tenía razón en no preocuparse por anticipado, evitando sufrir innecesariamente dos veces por el mismo hecho.

“Esto no lo arregla nadie”, es el lema del pesimista, permitiendo con su inacción que lo peor ocurra para validar su premisa. De qué vale empeñarse en cambiar la realidad, creyendo que no tiene solución y que estamos condenados a nuestro destino. Presentía que iba a ocurrir lo peor, y así ocurrió, reforzando su acendrado pesimismo. El pesimista suele ser pasivo y depresivo, contagiando a los demás con su malestar anímico: una retranca al cambio y el progreso.

“Yo puedo hacer la diferencia”, es la consigna del optimista. Cree que vale la pena hacer el máximo esfuerzo, y al final concluye que valió la pena, pues algún efecto tuvo su empeño en amortiguar el golpe, si no pudo evitarse del todo. Pudo haber sido peor. Hay que seguir siendo proactivo en solucionar los problemas, en lugar de amargarse y deprimirse por lo que pudiera ocurrir, concluye el optimista. 

El pesimista se preocupa por la alta prevalencia de ilusos a su alrededor.  El optimista no le teme al fracaso, obra convencido de que para seguir adelante solo hay que arrancar, y que el mejor momento es ahora. Otros seguirán sus pasos.

Por su actitud positiva, el optimista es un agente de cambio y desarrollo en potencia. Nelson Mandela es un óptimo ejemplo de la especie, ilustrándonos al respecto en su libro, El largo camino hacia la libertad (1994):

Yo soy fundamentalmente un optimista. Si lo soy por naturaleza o por crianza, no lo puedo decir. Una parte de ser optimista es mantener la cabeza apuntando al sol y los pies siempre moviéndose hacia adelante.

El optimismo se relaciona con el vigor de la juventud; el pesimismo se identifica con la decrepitud y el decaimiento. Mucha gente es optimista (idealista) cuando joven, y pesimista (realista) en el otoño de la vida. En la medida que envejecemos, cada día se hace más crucial renovar y fortalecer el optimismo. Cultivar el optimismo durante toda la vida es una tarea que bien merece la pena para conservar la juventud de espíritu que permite seguir batallando y mejorar el porvenir.  La renovación del optimismo es más seguro y barato que la cirugía cosmética y las terapias de rejuvenecimiento tan en boga en la actualidad.

Al reafirmar el optimismo evitamos pagar la misma deuda dos veces, por eso concordamos con Winston Churchill cuando proclamaba:

Soy un optimista. No tiene mucho sentido ser otra cosa.