En “El retrato de Dorian Gray”, Oscar Wilde parte del argumento universal de la eterna juventud y el tema central de la novela gira alrededor del narcisismo de su protagonista, que desea mantener la apariencia de un retrato pintado por un artista cautivado con su belleza.
Pienso en Dorian Gray, novela escrita a finales del siglo XIX, cuando leo en alguna publicación en línea que la super modelo Linda Evangelista -aquella famosa por decir que no se paraba de la cama por menos de diez mil dólares- anunció recientemente que se ha estado escondiendo porque una cirugía plástica aparentemente le destruyó el rostro. La verdad, no sé cómo luce actualmente una de las mujeres más bellas del mundo, pero me puedo imaginar lo que siente una persona cuya identidad y carrera gira alrededor de su físico. De repente me viene a la mente la talentosísima actriz Nicole Kidman que pareciera querer perpetuar inútilmente con botox una versión eternamente joven de sí misma. En “The Undoing”, la última serie que vi con ella, me costaba verla sin líneas de expresión alguna, especialmente al lado de un maduro Hugh Grant, presentado ante la cámara con las arrugas naturales de su edad, sin problema alguno, una común doble moral de presionar a las mujeres a mantener un aspecto imposible de sostener, y me consta que la presión también es grande en el entorno gay.
No son pocas las veces que me han recomendado el botox, de hecho. Una vez, en mis treinta, tuve que echar el pulso con una publicista que además de sugerirme usarlo, mandó también a hacer photoshop a una serie de fotografías de promoción en que honestamente, en ocasiones ni me reconocía. Terminé pidiendo que quitaran las alteraciones. Una cosa era mejorar imperfecciones, y otra desvirtuar mi físico por completo. Me horroriza la idea de vender una imagen de algo que no soy, y la verdad no entiendo qué esperamos de eso, si al final nos juzgarían en persona. En otra ocasión, en una consulta de la vista en una oficina de oftalmología, así como de pasadita me dijeron que si quería me podían iniciar tratamiento, porque según ellos y supuestos conocedores del tema, mientras más joven se empieza, menos notorio. Mi negación a menudo ha llevado a que me categoricen de “old fashion”, por evitar algo que a entender de algunos consejeros me ayudaría a llevar un look más “juvenil” a largo plazo.
La presión social es enorme, por supuesto. Recuerdo un día en que una chica de unos 17 años me pidió un selfie y cuando lo tomó y terminó de editar la foto, ambas teníamos un rostro diferente, debido a la cantidad de filtros que le agregó. Será que sí soy algo retrasada en estos temas, pero me pregunto si la cantidad de filtros que existen para “mejorar” nuestra imagen, incluyendo caritas de animé, no nos estará distorsionando la percepción de la realidad. Y no es que me muera de ganas de envejecer, y menos aún en una sociedad que pareciera castigarnos por hacerlo, pero me atemoriza la idea de cómo este culto necio a la eterna juventud nos aleja de nuestra verdadera esencia y nos desconecta de poder ser felices aceptando la etapa en que nos encontramos. Obviamente puedo notar los cambios en mi propio rostro y soy capaz de entender que tengamos apego a una piel fresca y un cuerpo joven, pero honestamente me gustan las imperfecciones, y las líneas de expresión en una persona me revelan madurez, experiencia y sabiduría. Por ende, en general, me parecen atractivas, y trabajo constantemente en apreciarlas en otros, para entonces por añadidura poder aceptar las mías. También creo que hay algo hermoso en unos ojos cansados, tal vez porque he batallado durante tanto tiempo con el insomnio y sé que detrás de un par de ojeras se esconden días de grandes esfuerzos.
Hace mucho tiempo que la leí, pero si mal no recuerdo, hacia el final de la novela, y tras cometer un crimen, Dorian Gray entra a la habitación donde ha mantenido el cuadro escondido, y en un arranque de furia, ataca la pintura con el mismo cuchillo con el que acababa de asesinar al autor del retrato. Finalmente, la policía y sus criados logran entrar y lo encuentran muerto, con una puñalada en el corazón, y con un rostro lleno de arrugas, mientras el retrato ha recuperado la frescura de la adolescencia. No nos dejan envejecer, pero la realidad es que es ley de vida y nada ni nadie puede evitarlo. En 1890, Oscar Wilde ya lo sabía.