UN EMBAJADOR es un hombre honesto que se envía al exterior para mentir por el bien de su país, escribió un notable estadista británico hace unos 400 años. Y eso, por supuesto, es válido para todos los diplomáticos.
La cuestión es si el diplomático le miente solo a los demás o si también lo hace consigo mismo.
Me lo pregunto en estos días en que sigo los arduos esfuerzos de John Kerry, el nuevo secretario de Estado estadounidense, para echar a andar el “proceso de paz” israelí-árabe.
Kerry parece ser un hombre honesto. Un hombre serio. Un hombre paciente. Pero ¿cree realmente que sus empeños lo conducirán a alguna parte?
ES CIERTO que esta semana Kerry logró un éxito notable.
Una delegación de ministros de Relaciones Exteriores árabes, incluidos los palestinos, se reunió con él en Washington. Fueron conducidos por el primer ministro de Qatar ‒un pariente del Emir, por supuesto‒, cuyo país está asumiendo un papel cada vez más destacado en el mundo árabe.
En la reunión, los ministros destacaron que la iniciativa árabe de paz sigue siendo válida.
Esta iniciativa, forjada hace diez años por el entonces príncipe heredero saudí (y actual rey) Abdullah, tuvo el respaldo de la Liga Árabe completa en la Conferencia Cumbre de marzo de 2002 en Beirut. Yasser Arafat no pudo asistir, puesto que el primer ministro Ariel Sharon anunció que si abandonaba el país, no se le permitiría regresar. Pero Arafat aceptó oficialmente la iniciativa.
Cabe recordar que poco después de la guerra de 1967, la Conferencia Cumbre Árabe en Jartum promulgó los “Tres No”: no hay paz con Israel, no hay reconocimiento de Israel, no hay negociaciones con Israel. La nueva iniciativa fue un cambio total de esa resolución, que nació de la humillación y la desesperación.
La iniciativa saudí fue reafirmada por unanimidad en la Conferencia Cumbre de 2007, en Riad. Todos los gobernantes árabes asistieron, incluyendo a Mahmoud Abbas, de Palestina, que votaron a favor, y excluyendo sólo a Muammar Gaddafi, de Libia.
La iniciativa dice inequívocamente que todos los países árabes anunciarán el fin del conflicto árabe-israelí, firmarán tratados de paz con Israel, y establecerán relaciones normales con Israel. A cambio, Israel se retiraría hasta la frontera del 4 de junio de 1967 (la Línea Verde). Se establecería el Estado de Palestina, con su capital en Jerusalén. El problema de los refugiados sería resuelto mediante acuerdo (lo que significa un acuerdo con Israel).
Como escribí en su momento, si alguien nos hubiera dicho en mayo de 1967 que el mundo árabe podría realizar tal oferta, lo habrían encerrado en una institución para enfermos mentales. Pero aquellos que abogamos por la aceptación de la iniciativa árabe fuimos tildados de traidores.
En su reunión con los ministros árabes de esta semana, John Kerry logró empujarlos un paso más adelante. Estuvieron de acuerdo en añadir que la Línea Verde de 1967 puede ser cambiada mediante permutas de territorios. Esto significa que los grandes asentamientos a lo largo de la frontera, donde reside la gran mayoría de los colonos, se anexarían a Israel, a cambio de tierras de Israel en gran medida inferior.
CUANDO LA iniciativa se dio a conocer por primera vez, el Gobierno israelí estaba buscando desesperadamente una salida.
La primera excusa que saltó a la mente ‒como siempre‒ fue el problema de los refugiados. Es fácil crear el pánico en Israel con la pesadilla en que millones de refugiados “inundan” Israel, poniendo fin al carácter judío del Estado de Israel.
Sharon, el primer ministro de entonces, deliberadamente ignoró la cláusula fundamental introducida por los saudíes en su plan: que habría una solución “acordada”. Esto significa claramente que a Israel se le concedió el derecho de vetar cualquier solución. En la práctica, esto significaría el regreso de un número simbólico, en todo caso.
¿Por qué la iniciativa tuvo que mencionar a los refugiados? Porque posiblemente ningún árabe podría publicar un plan de paz en el cual no se les mencionara. Aun así, los libaneses se opusieron a la cláusula, puesto que dejaría a los refugiados en el Líbano.
Sin embargo, los refugiados siempre resultan ser “el hombre del saco” útil. Lo fue entonces y lo es ahora.
UN DÍA, antes de que la iniciativa saudí original fuera presentada a la Cumbre de Beirut, el 27 de marzo de 2002, sucedió algo terrible: los terroristas de Hamas llevaron a cabo una masacre en Netanyahu, con 40 muertos y cientos de heridos. Fue en la víspera del Passover (la Pascua), la alegre fiesta judía.
La población israelí estaba enardecida. Sharon respondió de inmediato que en estas circunstancias, ni siquiera consideraría la iniciativa de paz árabe. No importaba que la atrocidad fuera cometida por Hamas, con el expreso propósito de sabotear la iniciativa saudí, y socavar a Arafat, quien la apoyó. Sharon, deshonestamente, culpó a Arafat por el hecho sangriento, y eso fue todo.
Curiosamente, o quizás no, algo similar sucedió esta semana. El mismo día que se publicó la iniciativa árabe mejorada, un joven palestino mató a un colono con un cuchillo en un puesto de control ‒el primer judío muerto en Cisjordania durante más de un año y medio.
La víctima, Evyatar Borowsky, era el padre de 31 años de cinco hijos ‒lo habitual para un hombre ortodoxo. Éra un residente del asentamiento de Yitzhar, cerca de Naplusa, tal vez el asentamiento anti-árabe más extremista en toda Cisjordania. Parecía ser la quintaesencia del colono ideológico ‒rubio y barbudo, con el tipo del europeo del Este, largos payot (crespos laterales), y una gran kipá coloreada. El autor del atentado llegó a la ciudad palestina de Tulkarem. Fue baleado y herido de gravedad. Ahora está en un hospital israelí.
Antes del incidente, Netanyahu había estado trabajando duro para formular una declaración que rechazara la iniciativa de paz sin insultar a los estadounidenses. Después de la matanza, decidió que no era necesario. El terrorista le había hecho el trabajo. (Como dice un viejo proverbio judío: “La obra del justo la hacen otros”).
La ministro de Justicia, Tzipi Livni, quien está a cargo de las negociaciones (inexistentes) con los palestinos, y el presidente Shimon Peres, agradecieron la declaración árabe. Pero la influencia de Livni en el gobierno es casi nula, y Peres es ya un hazmerreír en Israel.
SI EL secretario de Estado de EE.UU. realmente cree que puede empujar a nuestro gobierno, lenta y gradualmente, hacia una negociación “significativa” con los palestinos, se engaña a sí mismo. Si no lo cree, es porque está tratando de engañar a los demás.
No ha habido negociaciones reales con los palestinos desde que Ehud Barak regresó de la conferencia de Camp David en 2000, agitando la consigna: “¡No tenemos ningún socio para la paz!”. Con esto, destruyó el movimiento pacifista israelí y llevó al poder a Ariel Sharon.
Antes de eso, tampoco hubo negociaciones verdaderas. Yitzhak Shamir anunció que estaba dispuesto a negociar siempre. (Shamir, por cierto, declaró que era una virtud “mentir por la patria”). Se elaboraron documentos que se cubrieron de polvo; las conferencias fueron fotografiadas y olvidadas; se firmaron acuerdos que no tuvieron ninguna importancia real. Nada se movía. Nada, excepto las actividades relacionadas con los asentamientos.
¿Por qué? ¿Cómo iba alguien a continuar con la creencia de que desde ese momento todo iba a ser diferente?
Kerry obtendrá algunas nuevas declaraciones de los árabes. Algunas promesas más de Netanyahu. Incluso, podría haber una apertura festiva de una nueva ronda de negociaciones, una gran victoria para el presidente Obama y Kerry.
Pero nada va a cambiar. Las negociaciones no harán más que alargarse. Y continuarán. Y continuarán.
Por la misma razón por la que no ha habido ningún movimiento hasta ahora, no habrá movimiento en el futuro ‒ a menos que…
A MENOS que Obama tome el toro por los cuernos, lo cual, al parecer, no está demasiado dispuesto a hacer.
Los cuernos del toro son los cuernos del dilema sobre el que Israel está sentado.
Es la elección histórica a la cual nos enfrentamos: ¿el Gran Israel o la paz?
La paz, cualquier variante de paz concebible, la base misma de la iniciativa árabe, significa la retirada israelí de los territorios palestinos ocupados y el establecimiento del Estado de Palestina en la Ribera Occidental y la Franja de Gaza, con su capital en Jerusalén Este. Sin vacilaciones, sin peros, sin “quizás”.
El opuesto de la paz es el dominio israelí sobre toda la tierra entre el mar Mediterráneo y el río Jordán, de una forma o de otra. (Últimamente, algunos pacifistas israelíes desesperados han estado adoptando esto con la absurda esperanza de que en ese Gran Israel, Israel les concedería la igualdad a los árabes.)
Si el presidente Obama tiene la voluntad y el poder para obligar al Gobierno de Israel a tomar esta decisión histórica y elegir la paz, y que el costo político para el Presidente sea el que sea, entonces debería proceder.
Si esta voluntad y esta facultad no existen, todo ese gran esfuerzo de paz será un ejercicio de fraude, y los hombres honrados no deben caer en eso.
Ellos deberán entonces enfrentar, con honestidad, a las dos partes y al mundo, y decirles:
“No, no podemos”.