CAMBRIDGE – Hace poco en la Universidad de Virginia se desató un vendaval de protestas, cuando su Centro Miller de Asuntos Públicos designó a Marc Short (ex director de asuntos legislativos del presidente Donald Trump) para un cargo de investigador superior (senior fellow) por un año. Dos académicos cortaron lazos con el centro, y una petición para que se revierta la decisión reunió casi 4000 firmas. Una protesta similar estalló hace un año en la institución de la que formo parte (la Universidad de Harvard), tras la incorporación de Corey Lewandowski (que fue algún tiempo director de campaña de Trump) a su Instituto de Política.
El gobierno de Trump plantea un serio dilema para las universidades. Por un lado, estas deben estar abiertas a una diversidad de puntos de vista, incluidos los que chocan con las ideas convencionales o pueden parecer una amenaza para determinados grupos. Los alumnos y profesores que comparten el punto de vista de Trump deben ser libres de expresarse sin censura. Las universidades deben seguir siendo foros de debate y libertad de pensamiento. Además, las escuelas e institutos dedicados al estudio de los asuntos públicos deben ofrecer a los alumnos y profesores oportunidades de relacionarse con las autoridades del momento.
Pero por otro lado, existe el riesgo de normalizar y legitimizar algo que sólo es posible describir como una presidencia abominable. No pasa un día sin que Trump viole alguna de las normas de la democracia liberal. Ataca la libertad de prensa y la independencia judicial, defiende el racismo y el sectarismo, promueve el prejuicio. Profiere una falsedad tras otra con total descaro.
Trabajar con él es una experiencia inevitablemente deshonrosa. Sus colaboradores más cercanos y sus designados en puestos políticos, sin importar méritos personales y cuánto traten de distanciarse de sus declaraciones, son cómplices. Cualidades como “inteligencia”, “eficacia”, “integridad” y “espíritu colegiado” (las palabras que usó el director del Centro Miller, William J. Antholis, para justificar la designación de Short) poco tienen de encomiables cuando están al servicio de una agenda política iliberal.
La mancha se extiende más allá de los funcionarios políticos y alcanza también a los económicos. Los miembros del gabinete de Trump y sus designados de alto nivel comparten una responsabilidad colectiva por sostener una presidencia vergonzosa. Son dignos de oprobio, no sólo por sostener ideas absurdas sobre, por ejemplo, el déficit comercial o las relaciones económicas con China, sino también, y sobre todo, porque su continuidad en el cargo los vuelve totalmente cómplices de la conducta de Trump.
De modo que las instituciones académicas están en un brete. No pueden dar la espalda a Trump y su entorno, ni tampoco ignorar sus ideas. Hacerlo sería impedir el debate (algo contrario a la misión de las universidades) y además sería pragmáticamente contraproducente, al dar a los trumpistas otra oportunidad para demonizar a la “élite liberal”.
Pero la interacción debe ser con reglas claras. El principio más importante que hay que sostener es la diferencia que hay entre escuchar a alguien y rendirle honores. El círculo inmediato de Trump y sus designados en altos cargos deben tener las puertas abiertas para la discusión y el debate, y cuando acudan, se los debe tratar con cortesía. Pero sin otorgarles el nivel de consideración o deferencia que normalmente merecerían su jerarquía y su posición en el gobierno. Al fin y al cabo, este no es un gobierno normal, del que pueda ser un honor formar parte.
Esto implica no darles títulos honoríficos (como fellow, senior fellow), conferencias magistrales o el discurso principal en congresos o eventos. Que profesores o grupos de estudiantes, por iniciativa propia, sean libres de invitar a funcionarios de Trump a presentarse en el campus; pero como norma, que no cursen esas invitaciones directivos universitarios superiores. Y que en toda conferencia o presentación haya oportunidad para el debate y el cuestionamiento vigoroso.
Sin interacción bidireccional, no hay aprendizaje ni comprensión, sólo prédica. Que no se permita a funcionarios del gobierno venir a hacer declaraciones y después negarse a responder preguntas.
A los alumnos y profesores que simpatizan con Trump, estas prácticas pueden parecerles discriminatorias. Pero no hay incompatibilidad entre alentar la libertad de expresión e intercambio de ideas (el sentido de estas reglas) y que la universidad recalque sus valores.
Como otras organizaciones, las universidades tienen derecho a guiarse por sus valores a la hora de fijar sus prácticas. Estas tal vez se aparten de lo que desearían algunos subgrupos de la organización, lo que puede deberse a discrepancias en los valores o en los aspectos prácticos de su implementación.
Por ejemplo, a algunos alumnos podrá parecerles que los prerrequisitos de tal o cual curso son demasiado estrictos, o que los exámenes son una pérdida de tiempo. Las universidades permiten la libre discusión de estas cuestiones, pero se reservan el derecho a fijar las normas relativas a ellas. Con ello envían una señal importante al resto de la sociedad respecto de su filosofía de enseñanza y sus valores pedagógicos. Permitir un debate abierto del trumpismo y al mismo tiempo negarse a rendirle honores es lo mismo.
Las universidades deben defender tanto la libertad de pensamiento cuanto los valores de la democracia liberal. Lo primero exige una interacción abierta con las ideas trumpistas. Lo segundo demanda calibrar cuidadosamente esa interacción, para no dar la menor imagen de estar rindiendo honores o distinciones a quienes sirven a un gobierno que viola tan groseramente las normas de la democracia liberal.
Traducción: Esteban Flamini