El sistema presidencialista adolece del balance institucional necesario y permite que cualquiera ejerza como autócrata. Es un riesgo que nos pone en manos de un solo hombre. El presidencialismo funciona a expensas de lo bueno y lo malo que lleve oculto en su cabeza el presidente. No importa quienes lo asesoren o cual sea el gabinete, al final, termina imponiendo su voluntad y agenciándose lealtades incondicionales. En nuestro país, el elegido tiene la última palabra. Quita y pone. Otorga contratos y maneja fondos públicos a discreción.
Hemos dependido de las ideas, decisiones, y de la ética del que gobierna. Poco hemos podido hacer para protegernos de ellos; nadie sabe a ciencia cierta lo que llevan dentro. Estrechan las manos del pueblo arropados de mercadología, vendiendo discursos y retóricas huecas. El sufragante desconoce la esencia psicológica de esos hombres, no conoce sus retorcimientos psicológicos, ambiciones excesivas, ni su hambre de riqueza. Suponemos quienes son, pero en realidad no lo sabemos. Así las cosas, nos vemos obligados a recurrir a la esperanza.
En los años treinta, albergamos esperanzas con un General llamado Trujillo, seguimos con el experimentado Balaguer y, en democracia, nos ilusionamos con cada uno de los partidos. La historia demuestra que fue más de lo mismo: comienzan bien y terminan mal, arrancan entre técnicos y competentes profesionales, y acaban entre negociantes y ladronzuelos. Se inician organizando el Estado y finalizan desmantelando las instituciones del mismo Estado. En todo ese tiempo fueron los presidentes quienes marcaron el rumbo; sin importar si estuvieron rodeados de santos o de bandidos. La agenda la imponen ellos. Redimen o hunden al colectivo.
Juan Bosch, el mayor referente ético de la política dominicana, pactó, nada más y nada menos, que con el trujillismo. Consideró necesaria esa alianza para triunfar; negoció con ladrones, criminales, torturadores y políticos de la dictadura. Sin embargo, durante el poco tiempo que gobernó, quiso implementar una auténtica democracia y desplegó inequívocamente acciones moralizadoras. Llevaba adentro a un político honesto y progresista. A ese fue al que vimos, no a los trujillistas.
Sus discípulos hacen lo contrario, fomentan la corrupción y ejercen un populismo degradante. Engañaron al votante entre parloteos teóricos, repartidera de cheques y comprando conciencias. Excepto Don Juan – que los retrató de cuerpo entero, explicando el resentimiento peligroso de la pequeña burguesía – nadie imaginó lo que llegarían a ser cuando desplegaran sus verdaderas intenciones.
Pero para evitar que vuelvan a engañarnos, alguna defensa tenemos. Es simple: estudiemos y repasemos el perfil moral de los candidatos, su apego a la ley, sus actuaciones. Comprobemos trayectorias, realizaciones, pecados y virtudes. Pongamos en marcha ese ejercicio que evitará votar como idiotas.
En mi cabeza, no cabe votar por un candidato acorralado por acusaciones de malversación de fondos públicos. ¿Cómo puedo escoger a un funcionario incapaz de explicar una fortuna a base de contrataciones ilegales, cómplice por omisión de los desmanes de un partido de probados delincuentes? ¿Es que acaso puedo querer a una vicepresidenta de dos caras, que sin recato dispone del dinero público para disfrazarse de redentora de los pobres? ¿Podría mi conciencia auspiciar al PLD de Leonel y de Danilo?
He decidido votar por un novato sin cola que pisarle, y por esa otra novata que aspira con él. Los tecnócratas, empresarios, profesionales, bandidos, tránsfugas, o cualquiera que se les acerque antes de llegar a la presidencia, me tienen sin cuidado. Al final, siempre estaremos en manos de Luis Abinader, y de lo bueno o malo que esconda en su cabeza. Esto es un sistema presidencialista y el presidente quita, pone y dispone. El resto interpreta su canción y baila el ritmo.
Si Abinader mete la pata, se deja avasallar por lo peor, se hace el loco con la corrupción, mantiene la impunidad, y termina siendo un embaucador igual que los otros, entonces, “que nos cojan confesao”, porque aquí no se salva nadie. Pero salga pato o gallareta, me la juego con Luis y Raquel. Prefiero nuevos por conocer que viejos réquete conocidos. La lógica dice que esto tiene que cambiar.