Me llamó desde la acera. No sabía quién era hasta que salí para ver lo que quería.
–Huye lo más lejos que puedas: La Banda viene a por ti esta tarde a las dos.
Era un sargento de la policía, me dijo. Nos veíamos a menudo por las calles del barrio y nos saludábamos ocasionalmente, pero no sabía quién era.
–Anoche decidieron que tú serías el próximo objetivo.
No pregunté nada e iba a entrar a la casa cuando, luego de mirar hacia arriba, el sargento me detuvo:
–¡Espera! Esta es la 165…
–¿Y?
–¿Quién vive en la 167?
–Chago, mi mano derecha.
Se quedó observando el papel que tenía en las manos y me dijo:
–¡Oh!, entiendo, fue a él a quien escogieron. En la votación se ponderó que tú eres un comunista pacífico y decente y ese Chago es un demonio.
Ahora lo comprendía todo: la mayoría de esos bandoleros eran lúmpenes mediocres que ponían sus frustraciones personales por encima de todo. Chaguito era el más intrépido de los amiguitos del partido, el más inquieto y ¡el más estridente! Eso molestaba a muchos. Pero no era eso solamente. Era, además, el pretendiente más obstinado de Fátima, una de las dos ocoeñas que atraían todas las miradas de la canalla. El que la hacía más “esquinas”. El que pasaba una y otra vez en un motor llamando su atención. ¡Los bandidos estaban celosos!
Y ahora se la cobrarían.
De modo, que le avisé a Chago, que salió huyendo para la casa de un familiar suyo, en la Martín Puchi, en San Juan Bosco, mientras yo me escabullía hacia Los Molinos, donde mi hermana Lourdes, mi escondite favorito.
De esta manera, del modo más puntual, a las dos de la tarde de aquel cotidiano día de los enfermizos Doce Años, en la esquina de la calle 25 con Francisco Villaespesa, apareció un grupo de forajidos integrantes de la temida “Banda Colorá” que, luego de un ritual anti-comunista, se abalanzaron sobre la casa de Santiago de la Rosa Saldaña, mejor conocido por nosotros como “Chago Balita U” y, después de comprobar que él no estaba, procedieron a sacar todos los libros de su pertenencia y, no con el estilo de “La hoguera de las vanidades”, propiciada por Girolamo Savonarola, sino con la chapucería de Augusto Pinochet, le prendieron fuego en plena calle, ante los ojos atónitos del vecindario. Los bandoleros vieron arder las llamas, satisfechos. Pero el humo que salía de allí mostraba su honda frustración por no haber eliminado a otro de los “comunistas, ateos y disolventes”, utilizando la tristemente célebre frase de Rafael Bonilla Aybar.
Varios días después decidí volver al barrio.
Era mi costumbre. Cada vez que tenía que abandonar la zona debía retornar, haciendo una aparición breve, para mantener el espacio abierto.
Preferí llegar primero a la casa de Julio Ariza, en la Alonso de Espinosa, casi esquina Tunti Cáceres. Allí me orientaría sobre la situación y decidiría qué hacer.
Y, al llegar a la esquina vi algo aterrador: exactamente frente a mi, fuera del colmado que estaba del lado Oeste de la Alonso de Espinosa, sobre la acera llena de sangre, una docena de bandoleros, con botellas de ron y cerveza en las manos, celebraba la golpiza que le acaban de propinar a un infeliz. Y, peor aún, justamente a mi lado, casi chocando conmigo, estaba su jefe, Sorongo.
No sé donde se me ocurrió darle un toquecito de saludo en el hombro al jefe bandolero, mientras le preguntaba:
–¿Julito está en su casa?
Ariza vivía a dos casas de donde estábamos, en la misma acera.
–No… No sé…
Lo había atrapado desprevenido. Y muy rápidamente pasó por mi cabeza el bandolero que, supuestamente, era amigo de Arsenio, el novio de Dania Goris y, friamente, lo asesinó a balazos.
Al frente, los demás bandoleros estaban nerviosos. Inquietos. Agitados. Esperando la orden de su jefe, que no sabía cómo reaccionar ante mi aparente serenidad.
–Dile –le dije mirándole fijamente a los ojos– que voy a la esquina y vuelvo enseguida.
Y comencé a a caminar hacia la Peña Batlle.
Iba con paso firme. Imperturbable. Sosegado. Flemático.
Esto seguramente perturbó a los bandoleros que se quedaron a la espera. Y el jefe indeciso.
Mientras avanzaba simulaba escupir por encima de los hombres, a uno y otro lado, pero mirando con la rabiza de los ojos el panorama que había dejado atrás. Avancé fingiendo valor. Pero el miedo era mi verdadera compañía. Hasta que, llegando a la Peña Batlle, pude ver que la jauría había sido suelta y corrían desesperados a darme caza.
Demasiado tarde, ya yo había detenido a un “concho” que enfiló hacia mi salvación. No fue sino al pasar por la 21, frente a la farmacia “El Sol”, de don Pedro, que pude ver que llegaban a la esquina. Cuando pasaba por el cine “Cometa” me soto sonreí al ver como algunos se mesaban los cabellos, me lanzaban imprecaciones con ademanes desafiantes que naufragaban en su propia frustración.
Otra cosa, quizás no. Pero eso sí puedo decirlo.
Yo estaba allí.
(Del libro “Antesala del infierno: yo estaba allí”, a salir el 9 de diciembre, 2019)