¿Se acuerdan de aquella salsa escrita por Rubén Blades y cantada por Ismael Miranda, “Las esquinas son iguales en todos la’os”?
Pues el otro día andaba yo por Los Pepines, la célebre barriada de Santiago, patria chica del sonero Johnny Pacheco. Cruzando calles y enderezando esquinas me tocó oír un grupo de jóvenes que tertuliaban de la primera cuarentena, como si fuera cosa del pasado remoto.
Agucé el oído y aminoré el paso porque la conversación me pareció de lo más interesante. Pero la estrategia, que es la misma que utilizan los chismosos, no me funcionó.
Un muchachón fuerte y alto, bien acicalado, nítido cual estatua griega, se separó del grupo y se dispuso a ayudarme a cruzar. Yo con ésta barba larga y blanca, un poco escaso de estatura y ese caminar en modo lento y autoimpuesto para la ocasión, hizo que el chico me confundiera con un anciano.
— Permiso, permiso, permiso –, gritó el joven. ¡Dejen pasar a papá!
– No se preocupe papá— tomándome por el antebrazo, me dijo. Nosotros los jóvenes estamos para eso, para ayudar a los viejitos.
¿Se imaginan? Yo que tengo 35 años cumplidos. Bueno… bueno… es cierto que hace un buen tiempo que lo cumplí y son míos. Lo propio también ocurre con mi estatura, que resulta de una percepción ajena, pero que hasta yo mismo me la he creído. A ver:
¿Cuánto medía ese gigante de la Historia Universal, Napoleón Bonaparte? 5 pies y seis pulgadas, ¡pero en zapatacones!
Y el gran filosofo, novelista y dramaturgo francés, Jean Paul Sartre? 5 pies exactos! Ni un chin más ni un chin menos.
Y nuestro laureado gran Poeta Nacional, Don Pedro Mir? Más alto que Sartre y menos alto que Napoleón. Yo, óigame bien, igual ando por esos mismos parámetros.
Con todo y ayuda no solicitada ni deseada, conforme el joven me ayudaba a cruzar la calle, alcancé escuchar un pedazo de la conversación.
–¿Se acuerdan cuando la cuarentena empezó, que unos tigres desde el patio de Chichí comenzaron a amenazar con machetes a un coronel? –, dijo el de piel más oscura.
– Míer…coles loco, sí–, contestó otro. Tu tienes buena memoria, loco. Pero eso hace tiempo. Eso fue a lo primero de la cuarentena.
–Los tipos vociferaban, “¡que venga el coronel del Diablo ese!”–, repicó el moreno. “Aquí le vamos a dar su salsa”. ¿Recuerdan cómo blandían los colines de uno y otro lado?
–Oiga ¿y usted ha visto el Diablo? –, siguió histriónico el moreno. A seguidas se respondió: al rato de los tigres estar con ese show, llegó el mismo coronel en persona y se le cuadró en el frente y le dijo “bien muchachos, aquí estoy, pa’ que me den mi salsa”.
–Eiii diantre, sí. Ei coronei se lo llevó a toditos. ¿Y viste cómo se fueron to mansiningos?–, dijo otro con ese dulce acento de cibaeño embulla’o.
El muchachón, mi asistente improvisado, caminó cerca de 20 metros conmigo tomado de mi antebrazo. Cumplida su misión regresó al grupo, no sin antes yo darles las gracias por el gesto de amabilidad.
Pero todavía a la distancia escuché un retacito de una nueva historia. Pero esa ya yo la sabía, porque la vi en las noticias.
Resulta que un grupo de mozos se subió a la azotea de un edificio de apartamentos a desafiar a la policía. Creyeron, que por ser el condominio de propiedad privada, los uniformados no entrarían.
Pero la policía entró, los arrestó y se lo llevaron a pernoctar al cuartel, donde para salir sus padres tuvieron que buscar el dinero para pagar la multa.
–¡Es que no es los mismo llamar al Diablo que verlo llegar! –, gritó entre risas la vecina de enfrente, una mulata de cuerpo exuberante y dientes blancos como pulpa de coco.