Recuerdo su carita chiquita, sus hermosos y grandes ojos verdes que siempre me buscaban. Ella era tranquila, pausada, nada en ella era exageración, su música favorita la que la calmaba y alegraba eran las Cuatro Estaciones de Vivaldi. Recuerdo que en uno de mis viajes la dejé al cuidado de una amiga, en una de mis llamadas para saber cómo estaba me contó de su intranquilidad,  le dije que le pusiera Las Cuatro Estaciones, lo hizo y ella volvió a su acostumbrada calma. Le gustaba oír música por las mañanas, un día el equipo de música dejó de funcionar y ella siguió sentándose delante esperando que sonara en algún momento, cuando descubrió que la música salía de la computadora no lo entendió.

Al principio fue difícil para las dos, nunca había tenida la responsabilidad de un ser vivo, ella me ayudó a entender que dependía siempre de mí. Todas las mañanas su cara aparentemente sin expresión me daba a su manera los buenos días. Me acompañaba y compartía todas mis rutinas. Se sentaba en el balcón, mientras yo sentada también, tomaba el café debajo del majestuoso árbol de caoba que nos cobija, se sentaba en el baño mientras me bañaba, me seguía mientras me vestía, preparaba la comida que llevaría al trabajo, me despedía en la puerta y se quedaba en casa a esperar. Siempre me esperó.

Juntas cruzamos el atlántico hasta llegar de vuelta a casa. Al aeropuerto acudieron las personas íntimas, las más queridas, parecía que estaban despidiéndola a ella y luego a mí. Juntas llegamos de un proceso migratorio exitoso, si, traía las maletas llenas de amor de gente de diversos lugares y culturas, traía recuerdos de experiencias que me formaron e impactaron como mujer. Vine con el corazón encogido, la pena de lo que dejaba y la incertidumbre y alegría de la nueva vida, el abrazarla y saber que estaba a mi lado me daba paz, no preguntaba, reclamaba poco y yo siempre tenía sus mimos y cariño.

Su nombre no correspondía formalmente con su sexo, nunca le importó, entiendo que no sabía la diferencia entre masculino y femenino, ella era ella, sencillamente especial. Quizás no fue casualidad que le pusiera nombre de Isla, Mauricio. Nunca pensé que ella viviría conmigo en este pedazo de isla. Tampoco que lo haría tanto tiempo, no me di cuenta cuando pasaron los años en ella, también en mí. Si me enfermaba estaba siempre a mi lado, no me podía traer un vaso de agua, no podía hacerme la comida ¡pero me daba tanto!

Cuando vivíamos en Madrid se acostumbró a mis idas y venidas, cuando tomé la decisión de regresar, nunca dude en que vendríamos juntas. Casi todas las personas que me conocen, la conocieron, todas las personas que me quieren me preguntaban por ella. Ella llegó en un momento de tristeza en mi vida, pienso que lo entendió y por eso fue mi silente compañera en las alegrías y en las penas, en el llanto y en la risa.

Hace unos meses me di cuenta que estaba envejeciendo rápidamente, quizás llevaba tiempo haciéndolo y no me di cuenta, su caminar se hizo cansado, más lento, poco a poco me fue acompañando menos, ya no me esperaba al abrir la puerta, se recluyó en la habitación del fondo, empezó a adelgazar, comía muy poco y creo que solo lo hacía cuando se lo pedía para complacerme.

Este martes, mi amiga de cuatro patas se fue, ahora entiendo que dejó de respirar en mis brazos, esperó a que llegara de ese corto viaje, le agradezco el gran esfuerzo de esperarme. Desde ese martes 30 tengo una pena inmensa, una ausencia gigante en mi casa, dejé su cuerpo, y como siempre la tengo conmigo, solo que el no verla, que no me acompañe en las mañanas, que no me espere, que sus ojos traslúcidos no me busquen o me miren, hacen que sienta una soledad tremenda, su partida me duele demasiado cada instante.