La Republica Dominicana está llamada a cambiar. La nación no puede subsistir sobre los esquemas de valores que de manera consuetudinaria se han impuesto. Lo preocupante no es que tanto el pueblo como el Estado muestran signos de peligro y de descomposición, sino que parece no existir principio alguno que oriente el comportamiento de nuestros actores en sociedad.

Idiosincrásicamente, el pueblo dominicano ha mostrado ser noble, pero también entreguista y cómplice (algunas veces) de las medidas más conservadoras suscitadas a lo largo de nuestra historia. De hecho, los héroes de nuestra patria no son más que mártires que no solo se enfrentaron a sectores conservadores, sino también al desengaño de ser ignorados por un pueblo inanimado. Razonable fue la expresión sollozante del máximo prócer de la Republica Dominicana, quien al haber entregado hasta sus bienes a la causa de independencia, murió en Venezuela inmerso en el más desesperanzador ostracismo mientras exclamaba: “Oh! Patria desventurada, al menos no tendrás mis huesos”.

Si no es por la incapacidad de reacción del pueblo dominicano, amén del espíritu conservador que lo adorna, no se pudiera explicar como por más de 30 años gobernó impunemente un sistema tiránico que segó la vida de miles de personas y que luego, tras la muerte de quien lo encabezara, fue aclamado y llorado desconsoladamente por parte de las mismas victimas de su gobierno. Tampoco hallara explicación la muerte impune de Francisco Alberto Caamaño, de Amín Abel Hasbún, de Amaury Germán Aristy, Orlando Martínez o del profesor Narciso Gonzales sin que el pueblo al menos reaccionara ante tales crímenes. Todos fueron ciudadanos ejemplares, luchadores por las causas más nobles, pero sus muertes quedaron impunes y, en nuestros días, el pueblo añora más la memoria del matador que a las propias víctimas.

Cómo se puede explicar que desde los tiempos de la independencia nacional la clase gobernante ha sido siempre la misma y las figuras triunfantes aquellas que la representan políticamente; como Pedro Santana, Buenaventura Báez, Ulises Heureaux, Rafael Leónidas Trujillo y Joaquín Balaguer. Si el pueblo hubiese tenido consciencia revolucionaria, nuestros gobernantes hubiesen sido otros: Duarte y no Santana, Gregorio Luperon (por más tiempo) y no Lilís, Rafael Estrella Ureña y no Trujillo, Bosch y no Balaguer, pero lamentablemente, en la dicotomía, han salido triunfantes aquellos a quienes el pueblo ha preferido.

Un ejemplo sensible del carácter amilanado del pueblo dominicano fue lo acontecido en el año 1998 durante el velatorio del Dr. Peña Gómez. El líder perredeista, que pasó gran parte de su vida política denunciando y luchando contra el gobierno de Joaquín Balaguer, fue velado con la presencia de cientos de personas provenientes de su partido así como de distintos sectores del pueblo dominicano. En un escenario similar, la presencia del Dr. Balaguer debió ser inapropiada y hasta no grata por el sentimiento que debía primar en tan especial evento, sin embargo, al llegar el emblemático caudillo de la política nacional fue recibido con aplausos y ovaciones en detrimento de la memoria del fallecido líder. Contradicciones como esas son de las que el pueblo hace gala, marcando con ello su triste destino.

La culpa de los problemas más elementales de la nación dominicana no la tiene el Estado ni los gobernantes, sino el pueblo dominicano, que con su comportamiento y falta de consciencia cívica escenifica claramente aquella proverbial frase que dice:

“Los pueblos tienen los gobernantes que se merecen”