Hacía tiempo que no me invadía la urgencia de correr, buscar un cuaderno y escribir palabras desconocidas en un trance de meditación o autismo. Había estado exiliada. Era por la carencia del abrazo espacial preciso y justo, después de haber cambiado de oficina. Cuando escribía, tenía en la otra mano, en la que nadie observa, una cuchara invisible, con la que sacaba del tarro sellado diminutos sorbos de aliento.
Hoy, arquitectónicamente poseída por la primera luz del día, que entra con ese preciso ángulo de tiempo, ese que aún no he medido pero conozco de memoria, por unas paredes que funcionan como manto, me visitas, inspiración. Digo con lágrimas, irónicas, de emoción, ¡adiós!, a la canción que se repite en mi mente sin ser llamada, clavo martillado rítmicamente que pisotea los asomos de locura, te despido de mi cabeza. Esta cápsula recién nacida te ha pateado el trasero.
Es viernes. Miro a la izquierda y las hojas más verdes del jardín danzan, mis dedos son de nuevo gargantas vaciando el mundo mago que va naciendo en mi arroyo. Cuando alejo la mirada del papel, el espejo de mi piel me sorprende, la premura de estas letras ha quedado confundida entre las sombras de un cuerpo desnudo.
Hoy es viernes y en la posición menos ortodoxa de todas, recibo palabras uniformadas, que complacientes han llegado por fin a la escuela. Ellas, han sido llamadas durante meses, sin respuesta. Hoy vienen todas juntas, convertidas en cartas del recuerdo. Las he abierto una a una, las he comido en el desayuno del silencio, algunas, tan libres, se han incendiado en mi mano.
He anotado su nombre para que luego no desaparezcan. Las escurridizas, han resbalado por las hojas y su cuerpo ligero ha sido absorbido por la piedra blanca y las raíces de mis piernas.
No conozco al cartero. Pero creo que fue la culpa del libro irreverente que estaba prisionero en mis manos. Él bautizó este espacio como “el nuevo”, él es el culpable. Cultivó las gotas del silencio y ahora nacen brotes en las esquinas… No conozco al cartero. Posiblemente, está su cara dibujada en las filosas piedras, en la danza de las verdes hojas que agreden el perfecto hueco de la ventana. Posiblemente vive, dentro de las cartas mismas o saltó de algún verso disfrazado de cuento, de este pequeñísimo libro, dueño de tan inmenso universo.
No lo conozco, prefiero no conocerlo. Que siga escondido, que siga ejerciendo su función en secreto. Que siga siendo dueño de todas las caras, de tantos ojos y de todas las miradas.