¿Cómo me será propicio pasar fugazmente ante ti? ¿Sacrificando un borrego blanco? ¿Entregando a los sacerdotes, para que la degüellen, una pareja de palomas enamoradas? ¿Echando al fuego las entrañas de un becerro de oro? ¿Ofreciendo a orillas del mar un tributo a Yemayá? ¿Enterrando un gallo vivo? ¿Robando tres pelos de tu pubis, para guardarlos en mi vagina, untados de miel o colocándolos en las suelas de los zapatos, donde, según Paul Simon, alguien llevaba diamantes? ¿Convocando a Anaísa? ¿Andando de puntillas, mientras duermes, con la expresión de un ángel, no de los inocentes y mofletudos de Miguel Angel, sino de los ligeramente demoníacos, de Da Vinci? ¿O clavándote los dientes, como deseo -intensamente- hacer, hasta beberme tu sangre y tu espíritu o tragar la vida que sale en torrente de tu -deliciosamente curvo- sexo, tan enérgicamente enhiesto y tan tenazmente embestidor?
Mientras descarto dejar sangre en el papel, ante la evidencia de que lo que dejo son segregaciones de las glándulas de Bartolín, hago crecer las garras, con la esperanza de clavarlas en tu piel, y tomarte, mordiendo tus orejas y tu cuello y tocando el cielo de tu boca, con la terrenalidad de la punta de mi lengua.
Me humedece, la pronunciación de tu nombre y me estremezco de placer, viéndome en tus ojos, Minotauro salvaje, dulce y brutal, potente y frágil, culpable e inocente, de esta Constantinopla con jardines de cristal y acero.
Nunca fueron tan bellas mis tetas, como cuando las lamió tu lengua perversa y sabia, poblada de mar y estrellas. Nunca tuve más cintura que la abrazada febrilmente por tus dedos engarfiados por las ganas y nunca tuve más toto, que el que abrí alegremente para ti, Embajador de la luna, Dueño de la noche, Amante de las sombras y de mi.
¿Estás bajo la tutela y asesoría de un diablo piadoso o de un dios cruel? ¿Quién coño eres tú, Señor del laberinto? Nadie puede estar tanto como sabes estar tú y nadie se ausenta tan absolutamente, como cuando partes, sin prometer retornos.
Entre tus brazos, ciudad-macho, me bebí el Hudson, que andaba disfrazado de Veuve Clicquot, copulé con el Empire State Building y atravesé Europa, caminando por una callejuela-meandro en Chinatown, habitada por asiáticos, bajo la que latía una vida subterránea de naturaleza indiscernible, ante los ojos de los no iniciados.
Fui mecida por la brisa fresca y amable del Olimpo, en tu noche, parcialmente loca, de ciudad caprichosa y me brindaste abrigo y me acogiste entre tus brazos cálidos y fuertes, en los que me refugié, aterrada y divertida.
Cené en la mesa sublime del emperador en la ciudad prohibida, unos dumplings espléndidos, que tenían que estar hechos, por lo menos, con el semen de un dragón y pato pequinés crujiente -obsceno, decadente, y lujurioso, de tan exquisito- con salsa de soya, de textura ligera y una espesa y gloriosa salsa de tamarindo, por cuya fórmula no se justificaría, pero sí se explicaría, algún crimen.
Hasta me aventuré a pasar la lengua, a media noche, sobre un frío sorbete de mango, encaramada en unos feromónicos tacos de dominicana -en medio de un espantoso océano de tenis y de zapatos flats) y con la carga del yin, debí aparear las árganas del yan y por eso al mango, le siguió un grifo de Cabernet.
¡Evohé! ¡Evohé! Tuve el placer de gritar en la noche neoyorquina, mientras un agotador y maravilloso tren, que iba con destino a La Gloria -o quién sabe si al Infierno- me pasaba por encima.