Los negros, en Usamérica, fueron esclavizados durante casi dos siglos y medio y con el amargo fruto de su trabajo se desarrolló todo el país. Después de la supuesta liberación se crearon unas leyes que permitían condenarlos a trabajos forzados y alquilarlos y venderlos de nuevo como mano de obra esclava. Tan terrible fue el acoso que se vieron obligados a huir, a dispersarse por todo el territorio. Más tarde se desató especialmente contra ellos y en parte contra los latinos la llamada guerra contra las drogas. Como resultado, el cuarenta y ocho por ciento de la población carcelaria, que es la mayor del mundo, está compuesta por negros, a pesar de que representan menos del siete por ciento de la población. Ser negro (o ser latino, que es otra forma de ser negro) es casi un pasaporte para estar preso en los Estados Unidos. Súmele a todo eso las miserables condiciones de vida en que muchos se ven condenados a vivir para entender por qué caen como moscas frente al avance del Coronavirus y de la política oficial de indolencia que reina en la excepcional patria del bravo y del libre y del destino manifiesto.
Mutatis mutandis, en Israel —que es casi una sucursal del mismo destino manifiesto—los negros son los palestinos y de ellos están llenas las cárceles, incluyendo centenares de niños, en condiciones espantosas. Aglomerados están en diferentes campos de concentración donde no serán cremados sino exterminados por obra de la pandemia y de la crueldad de unos seres humanos que se consideran elegidos, los favoritos de Dios.
Estamos todos —como dijo alguien— en la misma tempestad, pero no en el mismo barco.