Como es bien sabido, en la República Dominicana la construcción del proyecto estado-nación apeló a la elaboración del haitiano como el enemigo natural de los dominicanos.  Las regiones fronterizas, donde existía una población negra, practicante del vudú y relativamente bilingüe, eran y siguen siendo objeto de conflicto y tensión.  En busca de una distinción sistémica entre los dos grupos, el régimen del dictador dominicano Rafael L. Trujillo recurrió a todos los medios (incluyendo a las representaciones lingüísticas y una masacre de, más o menos, quince mil personas) para limpiar el imaginario social dominicano de cualquier índice de la presencia haitiana y nuestra propia herencia africana.  Así van construyendo, los letrados de la sociedad dominicana,  una frontera social entre el creole y el español.  En particular, los filólogos produjeron textos en los cuales se articulan las prácticas lingüísticas y los hablantes a ser incluidos o excluidos del imaginario social.  En sus textos se vislumbra la gestión del régimen y sus agentes por crear específicamente un ambiente de violencia simbólica.

Asimismo, los galicismos y creolismos haitianos se convirtieron en objetos de la representación lingüística y en objetos de la agresión estatal y de la obsesión personal de algunos académicos.  En el prólogo de un texto de Federico Llaverías (1933), miembro de la Academia dominicana de la lengua, otro académico, Adolfo Nouel, destacaba lo siguiente: “como abominación y barbarismo es que le pregunten a uno ¿cuántos cheles vale eso?, cuando el centavo español existió mucho antes que el exótico chele; lo mismo que en nuestro concepto merecen ser guillotinados los que a cada rato publican que el premier Mussolini, el premier McDonald, la reprise, etc. (énfasis de Nouel).  En ese texto, Los vicios de la dicción castellana (1933), Llaverías y Nouel expresaban el antagonismo lingüístico oficial de los académicos con el propósito de inculcar el odio general hacia los nuevos usos inducidos por el contacto con el creole.  Sistemáticamente en estos discursos, se articula ante los dominicanos la función de la lengua española como arma letal en el campo de contacto lingüístico-cultural.  Por ejemplo, según Ramón Emilio Jiménez en su obra lexicográfica, El amor del bohío (1927): “Esta sola palabra: “últimamente,” de una sombría gravedad exclamatoria, es, para el vulgo dominicano, la voz ejecutiva del lance personal; […] que no se diga ¡Últimamente!, que como suene la palabra habrá labios hinchados, dentaduras incompletas, [y] ojos menos, de quienes perderán con eso el apellido, […] o [habrá] el cuadro doloroso de un cadáver.”

Inmediatamente siguiendo la explicación del vocablo cuyo significado en este particular contexto era “ya basta,” Jiménez (1927: 232) identificaba quienes eran los interlocutores, los sujetos interpelados, nada más y nada menos que los haitianos, y también en una trascripción problemática nos indica la reacción aterrada de los haitianos ante el uso de esta palabra: “De allí esta celebre ocurrencia haitiana: “Quand dominiquen dit ¡Últimamnete!” li capá soporter.” / Cuando el dominicano dice ¡últimamente!  No hay quien lo pueda soportar.”

En el contexto glotopolítico dominicano surge con frecuencia este tipo de representaciones lingüísticas en las cuales el habla en general o una palabra en particular adquiere dimensiones físicas, mediante la restructuración metafórica, que permite que entre los sujetos relevantes el idioma sea pensado y presentado como un arma letal.  ¡Arma y escudo!  Así lo describió Pedro Henríquez Ureña.

Sin embargo, para abarcar la relación entre la violencia y la interacción verbal, igual podríamos haber partido del análisis glotopolítico de la masacre del 1937, en el marco de la cual los verdugos asignados emplearon una shibboleth, una prueba de pronunciación de la consonante –r en la palabra ‘perejil’ para distinguir entre los haitianos y los dominicanos negros.  Como describe elocuentemente Luana Ferreira en su blog, una cuestión de vida o muerte para el haitiano se redujo simplemente a la pronunciación de una palabra.

El enfoque de muchos de mis colegas que examinan este suceso cae sobre la determinación de la cifra exacta de muertos, sobre si constituyó un genocidio, o sobre la absurda crueldad del régimen.  Un fenómeno que suele escapar escrutinio es el inmenso valor simbólico de aquel acto glotopolítico.  Es decir, que aún falta escudriñar los subsiguientes procesos de representación y los mecanismos semióticos-ideológicos mediante los cuales la pronunciación de la –r recoge y transfiere la carga simbólica; carga simbólica capaz de mantener dominados y controlados a los hablantes de un determinado campo social.

¿Por qué la ERE?  Aunque se trate de otro territorio, aquí nos auxilia una reflexión del filósofo martiniqueño Frantz Fanon, autor de Piel negra, máscaras blancas (1973), a quien también le interesaba entender cómo el poder se constituye lingüísticamente.  La ausencia de la consonante R, fuentes de estigma en varias culturas lingüísticas, puede valer como un marcador que identifica a los individuos sujetos a la discriminación y exclusión o inclusive al auto-flagelo.  Fanon lo explicó de la siguiente manera: “El negro que entra en Francia reaccionará contra el mito del martiniqués que-se-come-las-erres.  La emprenderá con ellas y en verdad que entra en conflicto abierto con el mito […] Esto es una verdadera intoxicación.  Atento a no corresponder a la imagen del negro que-se-come-las-erres, había hecho una buena provisión de ellas, pero sin saberlas repartir convenientemente.”

O sea que no solo deberíamos enfocarnos en el poder y las acciones de aquellos capaces de desatar terribles consecuencias sino que también merecen atención crítica las condiciones simbólicas cruciales que conducen a la capitulación de los subalternos, inclusive antes de que cualquier prueba haya comenzado. Y existe una tradición entre los estudiosos del lenguaje que arroja luz sobre este fenómeno (Ángel Rosenblat, Jacques Derrida, Giorgio Agamben y Tim McNamarra).  Se entiende que las shibboleths constituyen  el despliegue de lemas y contraseñas que simultáneamente protegen y oprimen, organizan el trabajo policial en un estado de excepción, establecen las vías de normalización y facilitan el sometimiento metódico.  Me late que la tendencia de los habitantes del Sur en la República Dominicana a pronunciar las ERES  con un rotundo y marcado énfasis incluso cuando la fonética normativa no las exige (“aceRte” en vez de “aceite”) debe parte de su desarrollo a aquella fusión de violencia material y violencia simbólica en un momento histórico determinado.