“El Poder Ejecutivo es el encargado de guardar y hacer guardar tanto el ordenamiento supremo de cada Estado como las leyes que de él se deriven”- Roberto Islas Montes, catedrático mexicano.

El sistema democrático es uno de frenos y contrapesos, tal y como lo señalaba el gran barón de Montesquieu hace ya más de dos siglos. Significaba con ello que el poder debía detener el poder mediante sistemas internos de control. Estos tienen, como faro de luz y frontera, a la Constitución, norma suprema. En ella no solo se delimitan los ámbitos competenciales de los actores institucionales: también se garantiza la propia regularidad constitucional.

Como órgano de garantía de esa regularidad nuestro ordenamiento jurídico contempla el Tribunal Constitucional. Como sabemos, su misión es garantizar la supremacía de la Constitución, la defensa del orden constitucional y la protección de los llamados derechos fundamentales. Es la única instancia con la potestad de fungir como órgano supremo de interpretación y control de la constitucionalidad.

En la producción del derecho en democracia, su ejecución y aplicación, existe invariablemente una clara división del trabajo entre los poderes legislativo, que produce leyes; el judicial que compone, interpreta y aplica las normas y, por último, el Ejecutivo que tiene como deber primordial cumplir y hacer cumplir las leyes que emanen del ordenamiento supremo.

En el derecho existe una relación de imputación, una conexión entre el acto y su consecuencia. Como señala Roberto Islas Montes (2009), catedrático en la Universidad Autónoma de Querétaro, México:

En el caso particular que estamos tratando (principio de legalidad, AV), el acto de autoridad se produce al cumplir los requisitos establecidos por el orden jurídico, y su validez está condicionada por el cumplimiento de esos requisitos a que debe sujetarse la actividad estatal para afectar algún derecho del gobernado”.

De acuerdo con este autor, para Luigi Ferrajoli, uno de los principales teóricos del garantismo jurídico, lo anterior define “la garantía política de la fidelidad de los poderes públicos” y dice que “consiste en el respeto por parte de estos de la legalidad constitucional”; así “cada poder público debe actuar estrictamente en su órbita de atribuciones” y no en otra. Este es el principio de legalidad jurídico: la ley rige el acontecimiento, el acontecimiento se sujeta a la ley y nunca esperamos que el acontecimiento viole la ley; sería antijurídico”.

¿Por qué traemos aquí estas reflexiones de estos reconocidos juristas?

Porque en nuestro país los acontecimientos violan a cada momento la ley, es decir, un número creciente de decisiones, actuaciones y posiciones de las autoridades contradicen o abiertamente desafían los mandatos de las normas y sentencias emanadas de los órganos competentes. En los procesos de licitaciones, en las grandes iniciativas de Estado y en las mismas calles estamos frente a una triste realidad: los acontecimientos violan la ley, o las voluntades y los intereses se superponen al orden normativo.

En una sociedad democrática de cierta madurez funcional, lo que debería ocurrir es que todo acto o procedimiento jurídico llevado a cabo por las autoridades, se justifique en una norma o en una disposición formal de los tribunales competentes, no al revés. Al mismo tiempo, tanto las normas como las decisiones formales de autoridad competente, deben estar conforme con las disposiciones de fondo y forma consignadas en la Constitución.

Son muchos los ejemplos de absoluto desdeño de la ley y de las  decisiones judiciales por el presidente saliente. Una última llama la atención a tan solo unos días del cambio gubernamental: la pomposa inauguración de la Terminal del Parque del Este.

Esta obra tiene dos sentencias que ordenan su paralización: una del Tribunal Constitucional (TC) y otra del Superior Administrativo (TSA). Tiene también en contra, desde sus inicios, al alcalde electo de SDE, Manuel Jiménez; también la oposición de todas las comunidades aledañas que entienden que los terrenos afectados son parte de sus ya limitadas áreas verdes. Peor aún, no se ha otorgado permiso ambiental ni permiso de uso del suelo, que son requisitos de ley de cumplimiento obligatorio para obras de este tipo.

Es un acontecimiento que viola y desafía nada menos que al TC, un miembro prominente de las Altas Cortes. Es un nefasto antecedente cuyo protagonista es nada menos que el presidente de la república, llamado a obedecer la ley. La inauguración de esta obra agrega a la larga estela de desacatos, provocaciones, abusos de poder, desafíos al orden constitucional, encubrimiento y apoyo de la corrupción, además de los aciagos y recurrentes incentivos a la impunidad, el peligroso componente del autoritarismo embozado.

Todo lo que podríamos valorar como buenas obras de este gobierno que termina, quedan tristemente opacadas ante la gravedad de tales comportamientos. Es una señal de las peores. Consolida en la conciencia social la norma de la destrucción y el desorden: el capricho y el interés oculto del Ejecutivo están por encima del orden normativo. Al parecer, el cumplimiento o no de ese orden es función de voluntades ocultas y hasta del humor, los antojos o gustos del presidente y sus cortesanos.