Quejarse tiene sus encantos.
Cuanto te quejas eres finalmente parte de una mayoría, de manera que tendrás el gusanito de la Verdad. Como eres víctima te sentirás como dentro de algún software divino de redención C x A.
Tratarás de extrapolar en los que consideras te victimizan, alguna pena, conmiseración, seguramente algún muslito de pollo al vapor, tirado al aire a ver si se atrapa.
Es saludable quejarse. Sacas aire comprimido. Te relajas. Demuestras ser alguien avispado, lúcido, incluso sensible, ¡cristiano!
Según estudiosos de alguna Universidad de California, aunque los quejosos tienen menos chance de vivir que los no se quejan, al menos viven más pendientes de los demás.
Quien se queja de los ladrones, abuso, las mafias, siempre dará en el blanco. El consenso será cosa comida.
La queja, sin embargo, también es tóxica si se consume de manera demasiada frente. Es válida si no es que te conviertes en una caricatura de ti mismo. Quejarse es bueno si al final no tratas de zafarte de ese vivir a la ofensiva, de ese sentirte condenado. Sólo quejarse es una manera cómoda de tomar la toalla cuando en realidad la estás tirando, porque, ¿se podrá vivir en una esquina todo el tiempo?
Todos los artistas se han quejado alguna vez: que no hay salas de exposición, que nadie valora nada, que Amable no se digna a ser amable con tus cuadros, que si estuvieras en Shangai o Dubai o ayayai sería otra cosa.
Los escritores se quejan de lo lindo: que nadie los publica, que yo no me asombro de sus hazañas escriturales, que no hay becas en Casa de Campo, que tal funcionario no lo recibe, que a pesar de su estrellato en algún club de sancocho por en medio no se incluyeron sus textos en una antología, ¡que no soporte este país de eme!
Quien no se queja no mama. Es siempre bueno que la gente te felicite, que esté contigo frenando tantos abusos, tantos políticos baratos, tanta infamia.
Estamos rodeados de expertos de la queja. Que el Gobierno no hace esto y lo otro. Que la Oposición se olvida de esto y aquello. Que los Medios patatín y patatán.
Nuestros faquires están ahí, día a día, como esperándonos, como si fueran aquél que cuidaba la puerta en el cuento de Kafka, todos nosotros esperando años hasta la muerte, resultando finalmente que esa puerta estaba destinada, ¡sólo para uno!
Prendes la radio, accedes a las redes sociales y al parecer todo mundo tiene una escopeta, un rifle, un Indiana Jones entre los dientes esperando para decir cada día lo mismo con otras palabras.
Antes de irme a Berlín en 1990 yo no solamente había hecho de la queja una de mis costumbres tan cuidadas, tanto más que la costumbre de tomarme un cafecito al levantarme. Y peor: a la queja le agregaba cantidad de complejos, prejuicios, que algunas veces confundía con crítica. De esa manera me sentía con el derecho de salir en la prensa cortando cantidad de libros y autores. ¡Hasta le di tremendo tijeretazos a un libro de mi querido Don Pedro Mir! Seguramente se lo merecía, porque en esto de la escritura no puede haber santos, pero de todos modos el problema fue mi acidez de colegial que pensaba haber descubierto la fórmula del agua tibia. Un día me di cuenta de que debía leer lo que me gustaba y lo que no, pues no, se quedaba por ahí. ¿Yo, juez? ¿Para qué? Desde entonces trato de orientarme en lo que respecta a la literatura, por el lado de la bondad, la felicidad, sí, porque de todo hay en la viña del Señor. No tengo que escribir de lo que no me gusta.
Naturalmente la queja siempre es inevitable. También hay que hacer sus terapias, tirar sus gritos, poner a todo lo que da alguna salsa camera –“Devórame otra vez” o “Tú me quemas”- para volver a la normalidad tropical, pero después de ahí, ¿qué hacer?
“Qué hacer” fue uno de los títulos no sólo preferidos del maestro Vladimiro Lenín sino también mío.
¿Qué hacer en Santo Domingo? ¿Quejarse todo el tiempo? Como diría el grupo “Jarabe de palo”: “De ti depende”.
Particularmente creo que no vinimos a sufrir a este mundo. O tal vez debería hablar en singular: NO VINE A SUFRIR EN ESTE MUNDO.
Si viniste a quejarte: bien, cada quien tendrá su rostro y sus manos.
El problema está cuando el quejismo no te lleva a pensar en la bondad y algunas de las “pequeñas alegrías” de la que hablaba Herman Hesse, cuando no puedes zafarte de ese círculo vicioso que no te deja celebrar lo simple de tu medio, la casa, la calle.
¿Qué hay que quejarse, criticar, cuestionar? Claro. Al Gobierno, a todos los gobiernos hay que meterles la mano, porque sólo los muy ilusos son los que piensan que los gobernantes efectivamente son gente que quiere “resolverle” el problema a los infelices. ¿Cree alguien que los congresistas son realmente los representantes del pueblo, que los ministros personas sensibles que dedican todos sus esfuerzos para cumplir a carta cabal con la responsabilidad depositada en sus manos? Sueña, Pilarín.
Pienso que hay que alternar la queja, la crítica, los cuestionamientos, con actividades que dignifiquen lo poco de alegría que nos queda, la imaginación artística que no necesita de caras mamparas o proyectores para realzar ante la vista.
El amargamiento en el país dominicano se ha convertido en epidemia. La agresividad se da a niveles constantes, sórdidos a veces. La oleada de frustrados se da con una beligerancia que ni Ben Hur podría con el foete. Y lo terrible es que muchísima gente no se da cuenta. A mí, en lo particular, cuando voy a Santo Domingo siempre me asaltan con las mismas preguntas y las mismas afirmaciones: 1) Que cuándo vine y que cuándo me voy. 2) Que si hace mucho frío en Berlín. 3) Que estoy demasiado gordo, detalle que lógicamente confirma la tesis de que estoy consumiendo salchichas exageradamente, y que trates de comer sano y darlo ocho vueltas al Estado Olímpico. Y lo más fátal de todo: 4) ¡Y que no tienes celular ni wasá ni estás en Facebook! 5) ¿Pero en qué planeta es que tú vives? (Y si supieran lo peor, se fastidiaría: que no tengo carro ni tendré, que si en mi vejez –no falta mucho- vuelvo a Santo Domingo preferiría trabajar en una bodega de Jarabacoa –para no olvidar el friito alemán- que dar vueltas por el Santo Domingo cultural).
Serían necesarias iniciativas para apropiarse del espacio público, para aunar voluntades e incidir en lo pequeño, en lo mínimo barrial. Siempre es bueno contar con pequeñas victorias, que sean visibles, continuas, y que hayan sido porque unos las haya ganado. Asumir un yo positivo, que ponga y que no sólo proponga.
En fin, que ya me estoy quejando con mi antiqueja. Es más, no me haga caso. Siga ahora de largo, tal vez para la sección deportiva. Ahí lo estará esperando David Ortíz con algún nuevo jonrón o quién sabe. ¡Pero si se queda en la portada, usted sabe, como diría aquél director de periódico: Sangre, sangre, sangre!