Para que la estructura interna de un partido político  y su funcionamiento sea democrático, debe necesariamente tener una forma de sucesión que le impida al presidente perpetuarse   y convertirse en un tirano al frente del mismo; es uno o es otro el que dirija; y el intercambio debe hacerse con regularidad  y sin fricciones; el que está delante pasa para atrás  para recuperar fuerzas,  y el que está detrás toma la dirección para  seguir al mismo paso que el que dejó la dirección, y así sucesivamente,  hasta lograr su objetivo. La rotación o alternabilidad en el cargo, corresponde  sin duda, al más puro principio democrático. “La máscara de la democracia” debe terminar. La democracia no debe ser eliminada mediante una forma democrática de voluntad popular. “El método democrático- dice michel- es el único practicable…”; o  sea,  que las componendas, los votos restringidos, la delegación de poderes, la escogencia de un presidente de un partido por parte de representantes, la extensión de mandatos, las supresiones del sufragio universal, son todas “mascaras de la democracia”, como apunta Ostrogorski en su obra “La democracia y los partidos políticos”.

Siguiendo el pensamiento de  James Fishkim,  sin una restricción de no tiranía, la teoría normativa de la democracia es vulnerable a contra ejemplos decisivos. En algunos casos podría parecer que  legitima lo que podría considerarse como tiranía de la Mayoría. La descripción sistemática de lo que debería considerarse una elección política tiránica provoca innumerables controversias, porque “El poder de la mayoría- como establece Dahl- no se convierte en el derecho de la mayoría”.

Podemos romper la ley de hierro  de la oligarquía de la llamada disciplina partidaria, de que los organismos inferiores se subordinan a los superiores; sobre la base de la igualdad del voto [una persona un voto (participación), control popular, horizontalizar  los organismos y control de la agenda, obligando así a las “minorías oligárquicas” aceptar el principio democrático de que, las minorías se subordinan a las mayorías. Hay que fijar límites a los poderes ejercidos por la oligarquía, sobre el individuo, la soberanía popular o la voluntad de todos, no la general, debe de primar sobre las minorías oligárquicas, “la democracia no es un ideal, la democracia es una idea,” dice Mairet Gerard, y nosotros planteamos que la democracia es un proceso.   

Los partidos políticos hoy en día, ya no son mecanismos de lucha, como aduce Michels, sino que los  los partidos son instrumentos para ganar elecciones, por lo que su organización estructural debe de cambiar, en vez de ser una organización vertical, debe de convertirse en una organización horizontal, donde los múltiples se encuentre en su estado natural, y se imponga al uno. 

Estas organizaciones de lucha de las que habla Michels, coinciden con los actuales partidos Dominicanos, en que su estructura organizativa descansa en una estructura vertical, con una burocracia numerosa y complicada, con el fin de apoyarse las clases políticas dominantes para asegurar su dominio en el partido.

La organización moderna procura la idea de muchos órganos, pero pequeños, descentralizado política, económica y estratégicamente, en suma, todos en el mismo nivel, dirigido por una dirección nacional que deba tejer la política nacional con los demás órganos, deliberar de manera horizontal y todos tienen el manejo de la agenda; la democracia ya no será una forma ni una idea será un proceso.  Aconteciendo como en la Corte de Aragón, en la que todos  saludaban al nuevo rey con las  siguientes palabras: “Nosotros, que valemos tanto como tú”. Todos se consideran el más humilde servidor de la multitud.   

El llamado que hace la Constitución al respeto de la democracia interna, lo hace el legislador a la Junta Central Electoral, quien es el garante y quien debe ser el organizador y fiscalizador de las convenciones para la elección de los candidatos a puestos presidenciales, congresuales, municipales y del partido. En esencia,  si queremos preservar el sistema de partidos políticos es una necesidad que se establezca de manera expresa en la ley de  partidos  políticos, que la Junta Central Electoral organice y fiscalice las convenciones de los partidos políticos, no dejarlo al libre albedrío de los partidos, a fin de evitar lo advertido por  Tilly, en el sentido de que   “ninguna democracia puede operar si el Estado carece de capacidad de supervisar la toma de decisiones democráticas y poner en práctica sus resultados”. La JCE, debe organizar y fiscalizar estas convenciones, en razón de que está en juego el “interés público”, que en este caso es la calidad de la democracia. El sistema de partidos no debe colapsar, porque no tenga un árbitro, valga el pleonasmo neutral, que dirima sus procesos internos.