Junto a la Pascua de resurrección (celebración de la Resurrección de Jesucristo al tercer día de su muerte en la cruz) y de Pentecostés (celebración 50 días después de la Pascua de Resurrección de la venida del Espíritu Santo), la Navidad es una de las festividades más importantes para nosotros los cristianos. Este 25 de diciembre conmemoramos el nacimiento de Jesús.
El año que transcurre ha sido de sacrificios para todos en el mundo por efecto de la pandemia del coronavirus. Muchos han perdido su vida por el virus. Las perdidas humanas, de seres cercanos, queridos y admirados nos han causado mucho dolor, angustia e incertidumbre.
Nos consuela la esperanza material de la pronta detención de la Covid 19 por la pronta intervención de la ciencia con la vacuna. Nos alienta mucho más el ejemplo de amor y alegría, vida cristiana y sana de aquellos que pasaron a la puerta del lado y con quienes esperamos gozar algún día la gloria eterna junto al Padre.
La vida no termina con la muerte. Esta es para los que tenemos fe en que, con Cristo, hecho a la imagen y semejanza de nosotros, nacido en el pesebre de Belén, hemos nacido a la verdadera vida con su resurrección. Pero no hay resurrección sin nacimiento; como tampoco -no se si incurra en una apostasía- sin vida en Jesús, como Jesús y para Jesús, de carne y hueso, un ser humano como todos, no habrá resurrección, no tendremos vida eterna.
La vida en, por, como y para Jesús implica para el cristiano vivir en su amor infinito, en su bondad y en su misericordia. Entraña seguir sus enseñanzas, seguir el camino que nos mostró y contemplar la gloria de la creación del Señor.
Los cristianos -otra herejía quizás-, creyentes y no creyentes en el Jesús divino, aquellos que viven como vivió Jesús, debemos ser sal de la tierra y luz del mundo, porque debemos predicar el evangelio por todo el mundo. Y predicar la buena nueva es vivir en amor, ser capaces de perdonar siempre y de iluminar con nuestro ejemplo el camino que nos lleva a la gloria y a la salvación.