Siento un profundo respeto por la inclinación sexual de cada cual. Hay entre mis amistades, alguno que otro, que no comulga con el modo de vivir la sexualidad de la mayoría, por lo que en muchos de los casos se ven obligados a vivir una vida dual y clandestina entre los ocultos corredores de la noche. Es profundamente doloroso, imagino, tener que simular una conducta para poder sobrevivir. Admiro a los que se atreven a romper el cascarón y enfrentar los prejuicios de la sociedad.
Siendo un adolescente recuerdo que en mi barrio se podían contar con los dedos de una mano los homosexuales. Aquellos que eran identificados como tales sufrían las más duras críticas junto a las burlas más hirientes. Los muchachos les perseguían voceándoles improperios. Ahora me llega a la memoria un joven que tenía por nombre Naturola. Paseaba por la calle principal al caer la tarde, montado sobre altos tacones de mujer, contoneando sus caderas al caminar con ademanes sumamente femeninos. Siempre creí que debía sufrir mucho por el aspecto de su cuerpo. Físicamente tenía la figura ruda y fornida de un trabajador de la construcción. Seguramente, le hubiera gustado tener el cuerpo y el caminar de una modelo francesa sobre una pasarela en París, pero el destino no acompañó sus sueños. A menudo la gente le insultaba. Le decían todo tipo de cosas para molestarle, pero él se mantenía impertérrito. Era muy consciente de que, entre todos aquellos que lanzaban piedras y bagazos de naranjas, había uno que discretamente tocaría la puerta de su casa en la madrugada para decirle con voz entrecortada: –Ábreme la puerta Naturola, la piedra que te tiré esta tarde era solo un juego. Lo realmente maravilloso empieza entre nosotros a esta hora de la noche.