Un estudio publicado en la revista Nature (enero, 2016) vuelve a arrojar evidencia sobre conflictos ancestrales entre grupos humanos, reabriendo así el debate sobre el carácter violento de la condición humana.
Los hallazgos del equipo formado por M. Mirazón Lahr, F. Rivera, R. K. Power, A. Mounier, B. Copsey, entre otros, publicados en el artículo «Inter-group violence among early Holocene hunter-gatherers of West Turkana, Kenya» pueden emplearse para refutar la tesis de la aparición tardía de la violencia en las sociedades humanas y defender que la misma ha sido constitutiva de nuestra memoria evolutiva.
En la historia del pensamiento occidental, el debate se remonta a la Modernidad. Por una parte, el filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679) sostuvo que los seres humanos son violentos por naturaleza, egoístas y autodestructivos. Esta condición hace que requieran de una instancia autoritaria que los someta al orden, regulando sus tendencias agresivas.
Por otra parte, el filósofo ginebrino Jean Jacques Rousseau (1712-1778) sostuvo que el ser humano es bueno por naturaleza y que los grandes vicios y hábitos perniciosos que le conocemos son el producto de la sociedad.
El debate se replantea partir de la discusión entre los científicos John Horgan y Steve Pinker. El primero, en un artículo del Scientific American (mayo, 2016) titulado «Dear “Skeptis,” Bash Homeopathy and Bigfoot Less, Mammograms and War More» asume una perspectiva rousseaniana, señalando que la guerra es un invento de la cultura, como la agricultura o la servidumbre.
Pero hay un motivo ético adicional por el que Horgan se opone a las perspectivas que defienden el carácter natural del conflicto entre los seres humanos. Piensa que esta tesis fundamenta el determinismo biológico de la guerra, la idea de que los seres humanos estamos condenados al conflicto.
Por su parte, Pinker, a través del blog de Jerry Coyne, Why Evolution is true? asume una perspectiva adscrita a la tradición de Hobbes, defendiendo el carácter ancestral y universal del conflicto humano. Criticando a Horgan, agrega que objetar el carácter cultural de la guerra y defender sus raíces ancestrales no es un argumento a favor de ningún fatalismo biológico, porque hay ejemplos de prácticas arraigadas en nuestra memoria evolutiva erradicadas por la cultura.
La posición de Pinker esclarece la discusión, porque rompe una falsa dicotomía. Parece que estamos obligados a sostener que la guerra tiene una base biológica -por lo que somos inevitablemente violentos- o por el contrario, defender que el conflicto tiene un origen cultural -por lo que al final de la historia seremos pacíficos-. A este debate subyace una falsa contraposición entre naturaleza y cultura.
El error conceptual consiste en concebir la naturaleza y la cultura como excluyentes. Como señala Pinker, sostener que el comportamiento humano tiene una base natural no excluye la potencialidad de la cultura para modificarlo. Del mismo modo, sostener que se conforma culturalmente, no excluye que posea una base biológica.
Un ejemplo de ello es la pecepción. Percibimos el mundo como lo hacemos, porque disponemos de un equipamiento biológico. Nuestro cerebro tiene una estructura y un funcionamiento innato. Sin embargo, esto no significa que la percepción sea un fenómeno exclusivamente natural e inmutable, porque nuestro cerebro se modifica por la interacción con el entorno y la educación.
Del mismo modo, la violencia puede tener una base biológica, pero esto no significa que nuestras tendencias agresivas, necesarias en un momento de nuestra historia evolutiva para sobrevivir como especie, deban concebirse como no encauzables por la cultura hacia actividades como el deporte o el arte.
En conclusión, si somos el producto de la interacción entre la naturaleza y la cultura, no debemos tener miedo a los hallazgos sobre nuestros comportamientos primarios. Jamás podrán usarse como evidencia contra la idea de que somos seres libres, capaces de modificar nuestra memoria evolutiva, ni objetar nuestra inmensa capacidad de reinventarnos.