HACE CUARENTA Y CINCO años Gamal Abd-al-Nasser murió a la temprana edad de 52. No es un acontecimiento del pasado. Sigue teniendo una enorme influencia en el presente, y probablemente también la tendrá en el futuro.

Mis encuentros con él se remontan a 1948. Yo solía bromear diciendo que “estábamos muy cerca uno del otro, pero nunca hemos sido presentados correctamente”.

Sucedió así: en julio estábamos tratando desesperadamente de detener el avance del ejército egipcio a Tel Aviv. La piedra angular de nuestro frente era un pueblo llamado Negba. Una noche nos dijeron que una unidad egipcia había cortado el único camino a este kibutz y hecho una trinchera a través de él.

La compañía a la que yo pertenecía era un comando móvil en jeeps, cada uno con dos ametralladoras. Se nos ordenó asaltar la posición y retomarla a cualquier precio. Era una idea loca; no se utilizan jeeps para atacar soldados atrincherados. Pero es que también los comandantes estaban desesperados.

Avanzamos en la oscuridad a lo largo de la estrecha carretera hasta llegar a la posición egipcia y nos encontramos con el fuego asesino. Nos retiramos, pero entonces el comandante del batallón se unió a nosotros y nos dirigió a otro ataque. Esta vez, literalmente le pasamos por arriba a los egipcios, sintiendo cuerpos humanos bajo las ruedas. Los egipcios huyeron. Su comandante fue herido. Como descubrí más tarde, era un mayor importante llamado Gamal Abd-al-Nasser.

Después de aquello, los azares de la guerra continuaron girando. Y sacamos ventaja y rodeamos a toda una brigada egipcia. Yo integraba la fuerza que sitiaba cuando fui gravemente herido. En el lado contrario estaba el mayor Abd-al-Nasser.

CUATRO AÑOS más tarde, Gingi me llamó muy alborotado. “Tengo que verte inmediatamente”, me dijo

“Gingi” es la versión corriente hebrea de “jengibre”, la forma en que los británicos llaman a un pelirrojo. Este “gingi” en particular era un pequeño yemenita, de piel y cabello muy oscuro. Fue apodado Gingi porque tenía el pelo muy negro, en línea con nuestro tipo de humor de entonces.

Gingi (su nombre real era Yerucham Cohen) había servido durante la guerra como el ayudante del comandante del frente sur, Yigal Alon. Durante los combates, se había organizado un corto alto al fuego para permitir a ambas partes recuperar los muertos y heridos que habían quedado entre las líneas. Gingi, que hablaba un excelente árabe, fue enviado a negociar con el emisario de la fuerza cercada: el mayor Abd-al-Nasser.

Como suele ocurrir, durante sus varias reuniones, surgió una amistad entre ambos hombres. Una vez, cuando el egipcio estaba muy deprimido, Gingi trató de consolarlo y le dijo: “¡Anímate, Gamal, que vas a salir de aquí con vida y tendrás hijos!”.

La profecía se cumplió. La guerra terminó, la brigada rodeada regresó para recibir una bienvenida de héroe en El Cairo. Yerucham fue nombrado para la comisión de armisticio entre Israel y Egipto. Un día, su homólogo egipcio le dijo: “Me pidió el teniente coronel Abd-al-Nasser decirle que le ha nacido un hijo”.

Yerucham le compró ropa de bebé y en la reunión siguiente se la dio a su homólogo. Nasser envió su agradecimiento y un surtido de pasteles del famoso Groppi Café en El Cairo.

EN EL VERANO de 1952, el ejército egipcio se rebeló y, en un golpe de Estado incruento, enviaron al rey playboy Farouk a hacer las maletas. El golpe fue dirigido por un grupo de “oficiales libres”, encabezado por un general de 51 años de edad, Muhammad Naguib.

Publiqué en mi revista un mensaje de felicitación a los oficiales.

Cuando me reuní con Gingi, me dijo: “Olvídate de Naguib. Él es sólo una figura decorativa. ¡El verdadero líder es un tipo llamado Nasser!”. Así que mi revista tenía una primicia mundial: mucho antes de que nadie en el mundo, reveló que el verdadero líder era un oficial llamado Abd-al-Nasser.

(Una palabra acerca de los nombres árabes: “gamal” es un camello, un símbolo de belleza para los árabes. “Abd-al-Nasser”, que se pronuncia Abd-el-Nasser, significa “Siervo de [Alá] el victorioso”. Llamar al hombre solo Nasser, como todos lo hicimos, le confería uno de los 99 nombres de Alá.)

Cuando Nasser se convirtió oficialmente en el líder, Yerucham me dijo en más profundo secreto que él acababa de recibir una invitación asombrosa: Nasser lo había invitado a que fuera, en privado, a verle en El Cairo.

“¡Ve!”, le imploré. “Esto puede ser una apertura histórica!”.

Pero Yerucham era un ciudadano obediente. Pidió el permiso en la Oficina de Relaciones Exteriores. El ministro, Moshe Sharett, el reconocido amante de la paz, le prohibió aceptar la invitación. “Si Nasser quiere hablar con Israel, él debe solicitarlo a la Oficina de Relaciones Exteriores”, le dijo a Yerucham. Ese fue, por supuesto, el fin de la cuestión.

NASSER ERA un árabe de un nuevo tipo: alto, guapo, carismático, un orador fascinante. David Ben-Gurión, que ya se estaba poniendo viejo, le tenía miedo, y tal vez lo envidiaba. Así que conspiró con los franceses para derrocarlo.

Después de un corto exilio voluntario en un kibutz, Ben-Gurión regresó en 1955 a su cargo de ministro de Defensa. Lo primero que hizo fue atacar al ejército egipcio en Gaza. Por diseño o por error, muchos soldados egipcios murieron. Nasser, enojado y humillado, se dirigió a los soviéticos y recibió grandes cargamentos de armas.

Desde 1954, Francia se enfrentaba a una guerra de liberación en Argelia. Como no podían imaginar que los argelinos se levantarían contra Francia por su propia voluntad, acusaron a Nasser de incitarlos. Los británicos se unieron al club porque Nasser acababa de nacionalizar la empresa británico-francesa que dirigía el canal de Suez.

El resultado fue la aventura de Suez de 1956: Israel atacó al ejército egipcio en el desierto del Sinaí, mientras que los franceses y los británicos desembarcaron en su parte trasera. El ejército egipcio, prácticamente rodeado, recibió la orden de regresar a casa tan rápidamente como fuera posible. Algunos soldados dejaron sus botas en el terreno. Israel estaba intoxicado por esta contundente victoria.

Pero los estadounidenses estaban enojados, y también los soviéticos. El presidente de EE.UU., Eisenhower, y el presidente soviético Bulganin emitieron un ultimátum, y los tres poderes coludidos tuvieron que retirarse por completo. “Ike” fue el último presidente de Estados Unidos que se atrevió a enfrentarse a Israel y a los judíos estadounidenses.

De un día para otro, Nasser se convirtió en el héroe de todo el mundo árabe. Su visión de una nación panárabe se trasladó al reino de las posibilidades. Los palestinos, privados de su propia patria que se dividió entre Israel, Jordania y Egipto, vieron su futuro integrados a una nación tan amplia y admiraron a Nasser.

En Israel, Nasser se convirtió en el principal enemigo, el diablo encarnado. Se hablada de él oficialmente y en todos los medios de comunicación como “el tirano egipcio”, y con frecuencia, “el segundo Hitler”. Cuando propuse hacer las paces con él, la gente consideró que yo estaba loco.

LLEVADO POR su inmensa popularidad en todo el mundo árabe y más allá, Nasser hizo algo ingenuo. Cuando el jefe del Estado Mayor israelí, Yitzhak Rabin, amenazó a los sirios con la invasión, Nasser vio una manera fácil de demostrar su liderazgo. Advirtió a Israel y envió su ejército al desierto del Sinaí desmilitarizado.

Todo el mundo en Israel se asustó. Todo el mundo excepto yo (y el ejército). Unos meses antes, se me había informado en secreto que un importante general israelí había confiado a sus amigos lo siguiente: “Rezo todas las noches porque Nasser envíe su ejército al Sinaí. Allí lo vamos a destruir”.

Y así sucedió. Demasiado tarde, Nasser dio cuenta de que había caído en una trampa (como mi revista anunció en su titular). Para evitar el desastre, emitió amenazas que hielan la sangre “para arrojar a Israel al mar”, y envió un emisario de alto nivel a Washington para abogar que presionara para detener a Israel.

Demasiado tarde. Después de mucho vacilar, y después de obtener el permiso explícito del presidente Johnson, el ejército israelí atacó y golpeó al ejército egipcio, al jordano y a las fuerzas sirias durante seis días.

Hubo dos resultados históricos: (a) Israel se convirtió en una potencia colonial y, (b) la columna vertebral del nacionalismo panárabe se quebró.

NASSER SE mantuvo en el poder durante otros tres años como una sombra de lo que fue. Obviamente, pensó algunas cosas.

Un día, mi amigo francés, el reconocido periodista Eric Rouleau, me pidió que fuera urgentemente a París. Rouleau, un judío de origen egipcio que trabajaba para el prestigioso periódico francés Le Monde, estaba en su casa con la élite egipcia. Me dijo que Nasser acababa de concederle una larga entrevista.

Según lo acordado, sometió el texto a Nasser para su confirmación antes de su publicación. Después de ciertas consideraciones, Nasser tocó un punto crucial: una oferta a Israel para hacer las paces. Era, en esencia, la oferta que sirvió de base para el acuerdo de paz de Sadat-Begin, nueve años más tarde.

Pero Rouleau tenía la entrevista completa en la cinta. Él ofreció a darme el texto, de modo que pudiera transmitirla al gobierno israelí a condición del secreto absoluto.

Corrí a casa y llamé a uno de los líderes del gobierno israelí, el ministro de Finanzas Pinchas Sapir, que era considerado el miembro más pesimista del gabinete. Me recibió de inmediato, escuchó lo que tenía que decir y no mostró absolutamente ningún interés. Unos días más tarde, durante la crisis de Septiembre Negro en Jordania, Nasser murió repentinamente.

CON ÉL murió la visión del nacionalismo panárabe, el renacimiento de la nación árabe bajo la bandera de una idea europea basada en el pensamiento racional secular.

Se creó un vacío espiritual y político en el mundo árabe. Pero la naturaleza, como todos sabemos, no tolera espacios vacíos.

Con Nasser muerto, y después de la muerte violenta de sus sucesores e imitadores, Sadat, Mubarak, Gaddafi y Saddam, el vacío invitó a una nueva fuerza: el Islamismo Salafista.

He advertido en muchas ocasiones que si destruíamos a Nasser y al nacionalismo árabe, las fuerzas religiosas pasarían al primer plano. En lugar de una lucha entre enemigos racionales que puede terminar en una paz racional, sería el comienzo de una guerra religiosa, que sería, por definición, irracional, y no permitiría ningún compromiso.

Ahí es donde estamos ahora. En lugar de Nasser, tenemos al Daesh, (Estado Islámico). En lugar del mundo árabe dirigido por un líder carismático, que dio a las masas árabes en todas partes un sentido de dignidad y de renovación, ahora nos enfrentamos a un enemigo que glorifica la decapitación pública y quiere traer de vuelta el siglo VII.

Yo culpo a la ceguera política y la pura estupidez israelí y estadounidense de esta peligrosa evolución de los acontecimientos. Espero que todavía tengamos tiempo suficiente para que poder revertirla.