¿Cómo se explica haber llegado al aniversario número 20 de la desaparición del escritor, periodista y profesor Narciso González (Narcisazo) en medio de un silencio ostensible acerca de su destino, las responsabilidades sobre el hecho y la significación histórica de tan horrenda impunidad?

Un factor que tienen en común ocupaciones extranjeras, tiranías y la supuesta “transición a la democracia” en la República Dominicana, es haber construido un desencuentro abismal del país consigo mismo, a lo cual se ha dedicado infinidad de medios y recursos. Al hacer desconocida su Historia –sus grandes energías, sus más importantes fuerzas en contra, sus capacidades y admirables potenciales-, ha habido un empeño por equiparar lo dominicano al fracaso, necesario de suplantar.

En términos materiales, está ante nuestros ojos un pueblo vasto en riquezas y fortalezas, cuyas precarias condiciones de existencia se difuminan ante los espejismos del capitalismo consumista, periférico y dependiente. Una franquicia de ropa híper-barata que aglutina masas en su inauguración en un “mall” de la capital; una franquicia de vulgar comida chatarra foránea que distorsiona y difunde una frase del argot popular (“El mal comí’o no piensa”); una marca de whisky que exalta los símbolos del poder económico y sus placeres, desdeñando como recuerdo miserable lo que es parte significativa de nuestro pasado (“De cañaveral a paraíso”, es la frase que acompaña una foto de un campo de golf que representa para ellos el presente idílico de la República Dominicano). Es el país de la tarjeta de crédito, el DR-CAFTA, el descomunal endeudamiento, el clasismo exacerbado y la desigualdad lacerante.

En términos ideológicos y políticos, la República Dominicana de verdad queda invisibilizada con el retorno del hipócrita discurso trujillista sobre la “amenaza haitiana” y la “invasión pacífica”, que desvía el debate de las causas permanentes y esenciales del gran problema de las mayorías.  Es el país de espaldas a sus grandezas, sus luchas e inmensos adversarios, explicadas todas por “pasiones del momento”, “idealismos” o “asuntos de la Guerra Fría”, ya pasados de moda. Es esa vergüenza por las luchas de Narcisazo, Manolo y Mamá Tingó lo que se cultiva en el discurso de una “modernización” sin base real; la aspiración a ser miniaturas experimentales de supuestos éxitos extranjeros (Nueva York, Chile); la confianza en los grandes “líderes”, las “fábricas de presidentes” o los "relevos alternativos" por sobre la capacidad del sujeto colectivo. Un modelo perverso como el dictador Balaguer erigido en “padre de la democracia” y su proyecto asumido como “herencia” a continuar. Las víctimas obligadas a admirar a los victimarios; una mezcla apabullante de arribismo, derrotismo y resignación.

En su tiempo, Juan Bosch, decidido luchador por la liberación del pueblo dominicano, afirmó: “Lo único verdaderamente cierto que se da en la política como en la vida es que cada pueblo como cada ser humano tiene su propia historia y sólo puede avanzar en el camino hacia el porvenir siguiendo la dirección que le marca esa historia, y utilizando sus propias fuerzas y sus propias experiencias. Puede apoyarse en experiencias ajenas y en fuerzas ajenas pero no puede suplantar con ellas las que son suyas”.

Minerva Mirabal, inmensa mujer dominicana y latinoamericana que al entregar su vida dio el mayor ejemplo de humildad en la lucha, rechazando cualquier protagonismo, aleccionó con palabras simples y rotundas: “Nadie puede desconocer la fuerza interna del pueblo, ni sus valores. Todo el que lo desconozca fracasará”. Simón Bolívar sentenció: “Un pueblo ignorante es instrumento ciego de su propia destrucción”.

Visto de este modo, todos los casos de violación a la dignidad humana y los derechos fundamentales ocurridos ayer y hoy exigen verdad y justicia, como deber moral ante las víctimas y sus familiares. Pero más allá de eso, la verdad y la justicia sólo serán posibles y a la vez útiles, constructivas, cuando República Dominicana deje de ser un país negado, “país en el mundo” sin nombre, condenado a fracasar, y salde cuentas consigo mismo, sanando sus heridas con ternura y apostando a sus fuerzas internas y sus valores, sin negociarlas, suplantarlas ni despreciarlas en favor de artificios e imposturas.